El 14 de noviembre de 2009 la prestigiada revista británica The Economist publicó una portada que arrancó comentarios en todo el mundo, especialmente en Brasil.

 

En la ilustración de portada se veía a la emblemática imagen del Cristo Redentor despegando del cerro del Corcovado, en Río de Janeiro, cual si fuera un cohete especial. Sobre la imagen, un titular que no dejaba dudas: Brazil takes off (“Despega Brasil”).

 

Los editores de The Economist se caracterizan por el uso de un lenguaje preciso y directo. El lector podrá o no estar de acuerdo con la ideología que guía sus artículos, pero hay un reconocimiento generalizado a su muy frecuente impecable argumentación, que se traduce en una gran influencia.

 

En el año que corría, el mundo desarrollado sufría las consecuencias de año y medio de una violenta crisis financiera sin precedentes en la historia por su dimensión y, lo peor, sin capacidad de respuesta política y técnica para detenerla. Estados Unidos y Europa se enfrentaban a un monstruo de mil cabezas.

 

Un año antes de la publicación de la portada en cuestión, el ya popular presidente brasileño Lula da Silva se atrevió a pronosticar que aquellas llamas que destruían las economías avanzadas, apenas si llegarían a una economía brasileña exultante, alentada por las políticas fiscales y monetarias instrumentadas por su gobierno.

 

No se equivocó Lula y The Economist le dio la razón. La economía brasileña resistió como pocas la crisis global de 2009 con una ligera caída de -0.3% para luego crecer al 7.6% en 2010, atrayendo miles de millones de dólares en inversiones. Efectivamente Brasil había despegado.

 

Pero algo pasó desde que Lula dejó la Presidencia a finales de 2010. El año pasado la economía brasileña sólo creció 2.7% y para este 2012 el Banco Central de Brasil estima que sólo crecerá 2.5%, aunque los economistas del sector privado pronostican un decepcionante 2.03%.

 

El problema de fondo que enfrenta la economía brasileña es muy similar al de México. Más allá de la desaceleración económica que se cierne sobre Europa y China, sus dos principales mercados de exportación, a Brasil le urge una nueva generación de reformas estructurales que la presidenta Dilma Rousseff, en año y medio, no ha podido encabezar y que encarecen la competitividad de la economía amazónica.

 

El “costo Brasil” es elevado por un sistema tributario que es una verdadera maraña, pero también por sus complejas leyes laborales y su sistema jurídico anquilosado que han hecho de la corrupción una verdadera “economía paralela” encareciendo los costos de introducción y transacción de los capitales y los negocios. Allí están los grandes pendientes que requieren acuerdos políticos.

 

Pero la presidenta Rousseff ha equivocado el diagnóstico y para hacer frente  la desaceleración busca soluciones con medidas monetarias, cambiarias y financieras ya gastadas y que sólo generan dudas y desconfianza.

 

Con todo, Rousseff tiene tres palancas para reactivar la demanda en el mediano plazo y crecer en torno a 3.5% anual en 2013: Las inversiones en infraestructura de cara al Mundial de Fútbol y las Olimpiadas, las millonarias inversiones petroleras y el consumo de la creciente clase media.

 

Pero nada de eso será suficiente para sostener el espectacular despegue del Brasil de Lula como lo vaticinó The Economist en 2009.

 

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