Ceremonia plagada de símbolos británicos; tantos, que algunos podrán quejarse de que rayó en la autocomplacencia, pero si Beijing en el 2008 basó su espectacular apertura en aportes chinos como pólvora o tinta, y si Atenas en el 2004 insistió en Grecia como cuna de la civilización occidental siempre de la mano de su mitología, ¿entonces por qué ser tan duros con el apego de esta fiesta en el inmenso legado e impacto que estas islas han tenido en el mundo?

 

Las proporciones de vistosidad e intensidad de la inauguración de Beijing 2008 no se alcanzaron (y, me temo, ni lo serán en largo rato) y hubo momentos más bien tediosos, pero en general resultó emocionante y con presupuestos mucho más sensatos respecto a los que hace cuatro años fueron derrochados (o invertidos, según se vea).

 

El primer símbolo inglés honrado fue su literatura. Alguna socióloga inglesa explica que tanto poema, tanta novela, tantos libretos, tanta canción de amor, no se deben a un amor al amor (valga la expresión) sino a su amor a las letras. La inauguración estuvo basada en la obra “La Tempestad” de William Shakespeare, pero además emergió JK Rowling, la creadora de Harry Potter, y leyó pasajes de otro clásico de esta tierra: Peter Pan.

 

El segundo símbolo fue su música. Ya con los submarinos amarillos desfilando, era evidente el aplauso a uno de los conceptos ingleses de más influencia en el mundo, como lo son innegablemente los Beatles. Una peculiar proyección al centro del estadio entonces nos llevó por la historia del siglo veinte a través de las bandas británicas. Especial efecto tuvieron acordes de Queen o Rolling Stones. Más tarde, Arctic Monkeys cantó a nombre de la industria musical que hoy desde estas islas define rumbo mundial; Sir Paul McCartney lo hizo como bandera de la música británica ya eterna y patrimonio de la humanidad.

 

El tercer símbolo fue el humor británico. Mr. Bean, mimo contemporáneo, quien a cada gesto arrebata carcajadas, se incluyó a su estilo en los acordes de Carros de Fuego. El actor Rowan Atkinson se robó un pedazo de la noche.

 

El cuarto símbolo también tuvo muchísimo de humor y literatura, pero lo clasificaremos a nombre de la flema británica. La aparición del más flemático inglés, James Bond, sí homenajeaba tanto a los escritos de Ian Fleming, si se apegaba a un humor inglés que esta vez logró vencer rancios protocolos de palacio, mas lo hizo con la actitud Bond que implica un ideal de la cultura local: pase lo que pase, sigue adelante, no frunzas gesto, no muestres que has dejado de dominar la situación, no pierdas esperanzas (aunque tampoco esperes demasiado); aparezca una bella espía rusa, una amenaza nuclear, la Guerra Fría en plena conspiración o la mismísima Isabel II en Buckingham a minutos de abrir Londres 2012, recuerda el póster de la Segunda Guerra Mundial: “Keep Calm and Carry On”, mantén la calma y sigue adelante, como sólo el 007 lo consigue.

 

El quinto símbolo, fue la revolución industrial con inmensas chimeneas brotando de la tierra, y retornando a esta porción del este de Londres a lo que era hasta hace 7 años: área de industria que desde aquí permeó a todo el planeta y cambió toda rutina.

 

El sexto símbolo, fue la lluvia (no la que cayó ligeramente, sino la representada con efectos): cultura en la que las conversaciones entre propios y extraños suelen comenzar con nociones relativas al clima, en donde puedes ir brincando charcos y con paraguas roto en plena primavera y todavía afirmar optimista: “al menos no hace tanto frío”.

 

El séptimo símbolo, fue la campiña inglesa: en esos prados nació el deporte moderno, ahí definió sus reglas, a él debemos joyas de la actualidad como futbol, rugby, tenis, golf, olimpismo, paralimpismo, el cricket mismo (lo más jugado en la puesta en escena) cuyo entendimiento es asunto de británicos o países por ellos alguna vez dominados.

 

El octavo símbolo, fue el gran barco rondando la cancha (o lo que pronto será una cancha): sólo con el dominio de los mares, por los piratas aquí convertidos en nobles, por los maestros de las aguas como Lord Nelson, por el control de océanos convertido después en Pax Británnica o paz británica, estas islitas convirtieron a su soberana Victoria en reina de la cuarta parte de la población mundial.

 

El noveno símbolo (y a muchos no gustará) fue implementar un estilo diferente en el elegido para encender el pebetero. Las máximas glorias de su olimpismo, Steve Redgrave, Daley Thompson, Kelly Holmes, eligieron a jóvenes promesas, a fin de que el futuro y no el pasado deportivo británico, prendiera ese fuego. En un sitio donde se conduce al otro lado, donde se hicieron medidas diferentes para pensar o medir, donde ser distinto al continente enorgullece y no avergüenza, algún rompimiento con la tradición tenía que suceder.

 

Y el décimo símbolo fue el encendido mismo. El creador del pebetero, Thomas Heatherwick, me explicó meses atrás que si en Londres se innova en campos que van de la alta costura, hasta monoplazas de Fórmula 1 o vanguardista arquitectura, no ha de atribuirse sólo a las mentes locales, sino a las de todo rincón del orbe que eligen esta capital para dar rienda suelta a su imaginación. Maravilloso que cada delegación desfilara con un pétalo de cobre que al final se integró al pebetero: metáfora perfecta de lo que ese fuego ha de representar, al estar apoyado y mantenido sobe una estructura que tiene algo de cada lejana tierra, de cada cultura, de cada idioma, de cada religión, de cada raza, de cada ideología… Porque, en esencia y al margen de hazañas atléticas, eso es precisamente el Olimpismo.

 

@albertolati

 

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