Las dificultades hacen o rompen a la gente
Margaret Mitchell
Casi todos tenemos en nuestra historia personal alguna anécdota de autoderrota, un siempre quise y nunca pude; es decir: no lo intenté.
Y ya sea que nos culpemos a nosotros mismos y vivamos fustigándonos por ello, o que atribuyamos la culpa a otros, cargamos la mayor parte de nuestra vida con el pesado y limitante lastre emocional de un “si hubiera” o un “debí”, que ni a fracaso llega, porque fracasar es resultado de intentar.
El “si hubiera”, por ejemplo, tenido “la oportunidad”, “los recursos necesarios”, “el tiempo”; o el “debí” haber seguido “mi sueño”, “mi intuición”, “mi vocación”, u oponerme “a mis padres”, “a mi pareja”, etc., nos arrebatan la confianza en nosotros mismos y en la vida, nos intimidan cada vez que pensamos en intentar algo que deseamos hacer.
La debilidad que nos causan esos estados mentales de lamentación es propicia para que quienes nos rodean, a partir de su propia debilitación crónica, refuercen nuestra idea de: “para qué intentarlo, si no va a resultar”.
Perdemos la autodeterminación y dejamos el manejo de nuestras vidas a los demás. Nos “hermanamos” con otros autoderrotados en una visión catastrófica de la vida, y constituimos sociedades de apáticos e indolentes.
Sin embargo, no es todo intento el que matamos. Solo aquel que tiene que ver con nuestra realización personal, nuestro autodominio y crecimiento mental, emocional y espiritual. Por lo demás, y sin darnos cuenta, estamos todo el tiempo frustrados por intentar lo inalcanzable: cambiar a los demás, controlarlos, manipularlos, para que sean ellos los que cambien nuestra realidad, subsanen nuestra infelicidad.
Es claro, entonces, que el secreto del intento está en aquello que sí podemos lograr y aquello que es estéril intentar. Nada mejor que adaptar a este caso la muy famosa oración de la serenidad que, despojada de su carácter religioso, tiene un contenido profundamente filosófico: Señor, concédeme serenidad para aceptar las cosas que no “me conviene intentar”, valor para “intentar” las que sí, y sabiduría para discernir la diferencia.
Fracasar una o muchas veces en nuestros intentos no es, por cierto, un indicador fidedigno de lo que no debe intentarse, porque parafraseando a Thomas Alba Edison: no se fracasa, se descubren miles de formas de cómo no hacer las cosas.
Hay situaciones y retos en la vida en los que es mucho más valioso conocer las muchas formas de hacerlo mal, que aquella o aquellas pocas de hacerlo bien. Por eso es que el miedo al fracaso es uno de los mayores impedimentos en nuestra vida para tener éxito. Sobre todo porque nos impide el intento.
Tememos hacer malas elecciones, intentos infructuosos que nos lleven al fracaso, pero es indispensable tener conciencia de que, cuando el intento vale la pena, –cuando nos lleve al autoconocimiento, a la superación de nuestras limitaciones y nuestros miedos, a la gestión sana de nuestras emociones, y no a tratar de cambiar a los demás o de controlar situaciones que no dependen de nosotros–, no existen las elecciones buenas y malas, solo las que estamos preparados para tomar en ese momento, y que son las que nos llevarán a los suficientes fracasos para tener finalmente éxito.
La pregunta es: ¿éxito en qué?, si el intento no fructifica cuando de controlar lo externo se trata. Éxito, entonces, en modificar lo interno. Ese es el inconmensurable valor del intento: cambiar tanto nosotros mismos, que miremos el mundo y la vida de otra manera, para saber con serenidad cuando un fracaso vale la pena y cuando es completamente estéril. Este conocimiento hará la diferencia respecto de como afrontaremos la frustración.
Siempre fracasaré irremediablemente tratando de cambiar y controlar a los demás, o de solucionar lo que está fuera de mi alcance. La frustración me esclavizará. Pero cuando se trate de cambiarme a mi mismo, cada fracaso me estará llevando a un triunfo. La frustración me enseñará.
delasfuentesopina@gmail.com
@F_DeLasFuentes