Héctor Zagal

La balsa de la Medusa

Héctor Zagal

(Profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad Panamericana)

En una de las salas rojas del Museo del Louvre, descansa una de las pinturas más famosas del arte europeo del siglo XIX: “La balsa de la Medusa”, de Théodore Géricault. La pintura, presentada en el Salón de París en 1819, ha atrapado la mirada de miles de espectadores. Un vistazo basta para sentir el mareo provocado por las olas; después el aire parece cargarse de una humedad pútrida y delirante, y la boca nos sabe a sal. Un caos de cuerpos moribundos sobre una improvisada balsa de punto de ceder a los embates del oleaje nos habla de un naufragio. La derecha superior del cuadro nos habla de la esperanza de rescate. ¿Quiénes son estás personas?

No se dejen guiar por el nombre de la pintura; no hay rastro de Medusa ni de Perseo en la escena. La Medusa era la fragata en la que viajaban los náufragos antes de encallar y cuyos restos sirvieron para confeccionar una balsa. El año era 1816; Napoleón había sido derrotado por la Sexta Coalición y los Borbones habían recuperado su lugar en el poder con Luis XVIII en el trono. De acuerdo con lo pactado en los Tratados de París (1814), Gran Bretaña restituía a Francia algunas de las colonias que le había arrebatado en los convulsos años de guerras napoleónicas. Una de estas colonias era la de Senegal, donde una comitiva británica esperaba la llegada del coronel y nuevo gobernador francés Julien-Désire Schmaltz para entregarle el control del territorio. El viaje hacia la costa este de África consistía en cuatro naves: el bergantín Argus, el barco-almacén Loire, la corbeta Écho y, liderándolas a todas, la fragata Medusa.

En junio de 1816, las naves zarparon de Rochefort hacia el puerto de Saint-Louis, en Senegal. El timón de la Medusa estaba en las manos del capitán Hugues Duroy de Chaumereys, un aristócrata que había huido de Francia al estallar la Revolución. El puesto de capitán lo obtuvo gracias a su afinidad con el régimen monárquico, pues su habilidad al timón no tenía nada de impresionante: llevaba veinte años sin navegar y durante su tiempo fuera de Francia se dedicó a la buena vida de los salones europeos. A bordo de la Medusa iban el gobernador Schmaltz con su familia y centenares de tripulantes. Algunas cifras indican que en la Medusa viajaban un total de 400 personas. Los botes salvavidas tenían capacidad para 250 de ellas.

Buscando ser aplaudido por llegar antes de lo esperado al destino, el capitán De Chaumereys ganó velocidad. Sin embargo, la Medusa nunca llegaría a Senegal. Parece que una mala lectura en las coordenadas de navegación y un mal manejo de la fragata por parte del capitán hicieron que el barco se desviara varios kilómetros de la ruta trazada. Las otras tres naves se negaron a seguirle debido al peligro de la zona hacia donde se dirigía. Dicen que la corbeta Écho, que había seguido el paso de la Medusa, envió señales luminosas advirtiendo del peligro, pero fue ignorada. El 2 de julio de 1816, la Medusa encalló en un banco de arena ubicado frente a la actual Mauritania. Los intentos por liberar la nave fallaron y el nerviosismo empezó a invadir a los viajeros. El 5 de julio se dieron por vencidos y decidieron utilizar los botes salvavidas. Al ocuparse todos los botes, aun faltaban cerca de 150 personas. Para no abandonarlas se decidió ocupar parte de la madera de la Medusa para improvisar una balsa en la que no sólo viajarían las personas faltantes sino también víveres (que consistían en barricas de vino y agua). Esta balsa sería llevada por el resto de los botes. Sin embargo, poco después de haber iniciado el viaje hacia la costa, las cuerdas que unían la balsa a los botes fueron cortadas. Allí inició la locura.

La balsa apenas soportaba el peso de las personas y éstas se empujaban unas a otras, buscando no quedar cerca de la borda. No había comida y algunos barriles de agua y vino cayeron al mar. Con menos víveres y con tanto movimiento caótico, algunos no dudaban en empujar fuera de la balsa a quienes consideraban “más débiles”. Pronto el hambre les hizo devorar cuanto pudieran: sus sombreros, botas, cuero de las correas. Pronto la desesperación comenzó invadirlos y cedieron ante la única fuente de alimento disponible: la carne de sus compañeros. Algunos mordían los cuerpos directamente, otros decidieron cortarlos en jirones que dejaban secar al sol para hacerlos más comestibles. El canibalismo es un detalle que Géricault omitió en su obra maestra. Tras trece días de locura y terror, 15 personas fueron rescatadas. Cinco murieron poco después de llegar a tierra firme. Sólo diez vivieron para volver a Francia y contar lo sucedido.

La noticia conmocionó a la sociedad francesa. La opinión pública acusaba al nuevo gobierno por el abandono de sus tropas y por haber puesto al timón a un capitán tan inepto. No era un buen comienzo para Luis XVIII. Sin embargo, la tragedia fue aprovechada por Géricault para ganar fama con rapidez.

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@hzagal

Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana