Del lado del océano que pensaba haber erradicado violencia y racismo de su futbol, golpizas a personas asiáticas bajo pretexto de nadie entiende qué. Sí, sucedió en el muy lustroso e idealizado Wembley.
Del lado del océano estigmatizado por limitar su futbol a resentimiento y marrullería, clásicos en los que se parte de la premisa de que nadie perderá con mínimos modales, brotaron armonía y respeto. Sí, sucedió en Río de Janeiro y nada menos que tras un Maracanazo.
Imágenes contrastantes, porque el pasado domingo Inglaterra pareció retroceder más de dos décadas para volverse a avergonzar por la barbarie de sus hooligans –como todavía fuera común en los años noventa, como resultara recurrente en esos fatídicos ochenta en los que incluso sus clubes fueron suspendidos de certámenes europeos por cinco temporadas. Con esa pseudoafición inglesa, en teoría sólo existente en el pasado, nos reencontramos en la final de la Eurocopa.
Al tiempo, la Copa América, de nivel futbolístico por demás inferior al de la Euro, cerró con dos postales tan hermosas como ejemplares.
Por un lado, el mayor crack brasileño, Neymar, sentado ante el vestuario argentino que festejaba el título, codo con codo, sonrisa con sonrisa, junto a futbolistas albicelestes. ¿Indignidad en la derrota? Lejísimos de eso, perdedor más digno no he visto jamás, el uniforme se defiende en la cancha y tras ella es válida la serenidad.
Por otro lado, el mayor crack argentino, Lionel Messi, frenando a sus compañeros cuando en la euforia de la victoria iban a entonar un canto ofensivo hacia los brasileños. ¿Incomprensión de lo que significa un clásico? Más bien comprensión cabal de lo que es el respeto.
No faltarán los talibanes que recriminen a uno y a otro. Allá ellos. Para recriminar, lo de Inglaterra basta y sobra: racismo hacia sus propios jugadores en redes sociales; nefasto comportamiento antes, durante y después de la final perdida con Italia; violencia por doquier. Como para estar preocupados. El hooliganismo de corte ultranacionalista que tanto daño hizo, pleno en discriminaciones y prejuicios, ya era casi patrimonio exclusivo del futbol en Europa oriental, como lo fue en la Eurocopa 2012 en Ucrania y Polonia, como sucede todavía a menudo en la liga rusa. No olvidamos que en el occidente del continente siguieron escuchándose sonidos de simio cuando un futbolista de sangre africana tocaba el balón. Sin embargo, la violencia del último fin de semana en Londres ha sido la del pasado. Un tristísimo retroceso que, calibrada su dimensión, tiende a ser duradero.
Una maravillosa Eurocopa terminó llena de manchas, como no merecía terminar. Tanto quisieron los aficionados volver a las gradas, tanto se especuló que el aprendizaje de la pandemia nos haría mejores y más respetuosos, para tan pronto estamparnos ante la realidad: los hooligans ochenteros volvieron en cuanto se volvió a jugar a nombre de un país.
Tan distinto, la concordia en Maracaná entre Messi y Neymar.
Twitter/albertolati