De manera oficial, la presidenta argentina, se ha unido a los presidentes sudamericanos que intentan mantener el monopolio de la palabra. Son, las cadenas nacionales, los nuevos reality show. Hugo Chávez es quien tiene el mayor rating. Ahora se le une Cristina K. El jueves pasado oficializó su guerra en contra de los periódicos Clarín y La Nación. No es censura, es vanidad. Eufemismo para revelar a los nuevos formatos de autoritarismo.
Vanidad a la que apela doña Cristina para controlar los daños en la economía de su nación. Misión imposible. Se dice que 95% de los medios de comunicación argentinos permanecen cooptados por el régimen. Ella quiere tener el apoyo del 100%. Ese 5% se convertirá en su obsesión. Hará todo para conseguirlo. ¿Lo logrará?
En la vanidad se incuba el poder. Acto desmesurado del soberano político que día a día se mira frente al espejo sus rasgos de fortaleza.
Un fenómeno de vanidad presidencial recorre Sudamérica. No es una vanidad cualquiera. Se trata de una especie rara de vanidad; en estricto sentido es un acto de censura pero, al haber aparecido en sistemas democráticos, lo estéticamente correcto es llamarle vanidad.
Se ha hablado en demasía de las logarítmicas cadenas nacionales del presidente venezolano. Lo anterior no es resultado de un pensamiento radical. En realidad los mensajes de Chávez no pueden clasificarse como de cadena nacional; en realidad, lo que el presidente Hugo Chávez realizó durante casi 12 años frente a las pantallas de televisión fue un reality show interpretando el papel de Fidel Castro, el conversador nocturno.
Hugo Chávez tuvo que suspender transmisiones el día en que decidió internarse en hospitales cubanos; sin embargo, todo parece indicar que ya está de regreso, y el pícaro presidente-candidato no ha dado ni dará a conocer a los ciudadanos el reporte médico certificado. Así que en dos meses, los venezolanos acudirán a las urnas a votar sin conocer las facultades de Chávez.
También supimos que el presidente de Ecuador, Rafael Correa, demandó judicialmente a directivos y editorialistas del periódico El Universo. Al presidente no le gustó que, en una editorial, lo dibujaran (sin poder) rindiendo cuentas frente a la justicia por aquel aciago día en el que salió al balcón de un hospital a descamisarse y arengar a la plaza pública, al decirles a sus supuestos golpeadores: “Aquí estoy”.
Ahora es Cristina Kirchner. La doblemente heredera: de una gran fortuna que le dejó su antecesor, el hoy finado Néstor Kirchner, y del histórico legado de Eva Perón que se lo apropia la hoy presidenta, convirtiendo al patriotismo en patrioterismo.
El pasado jueves, la presidenta lanzó un nuevo ataque a los medios, con nombre de periodista incluido, convirtiendo el cúmulo de batallas en una auténtica guerra. Anteriormente, los ataques en contra de los periódicos La Nación y Clarín no habían recibido el sello de Oficialía de partes, pero por lo que sucedió el jueves, la presidenta demuestra que su vanidad no ha encontrado límites. Es vanidoso intentar quedarse con el monopolio de la palabra. (Según un informe del Ministerio de Desarrollo Social, de 500 medios nacionales, 96% simpatiza con el gobierno.)
A través de cadena nacional, solicitó la articulación de un código de ética para los medios. Ocurrió durante la inauguración de la ampliación de la refinería de Ensenada de YPF: “Necesitamos de una ley de ética pública, porque la información hoy, tal vez, sea lo más importante, porque la leen millones de personas y a partir de eso toman decisiones” (La Nación, 10 de agosto). De la vanidad se desprende la ética soy yo.
Los medios antiéticos y la presidenta desparramando ética. Y para ser más ética lo mejor es no presionar. Así lo manifestó durante su monólogo en cadena nacional. Confesó que no piensa impulsar ni presentar ningún proyecto de ley sobre ética pública destinado a los periodistas. “Tienen que trabajar ustedes, los periodistas… Si yo presento o cualquier política presenta un proyecto, saben qué va a decir de ese político: que quieren amordazar, que quieren censurar a la prensa”.
Y aquí viene otra lección de política para iniciados por parte de la presidenta. Propone un código de ética pero no acude a las instancias legales, porque al hacerlo se interpretaría como un acto de censura. Doña Cristina, si lo sugiere es vanidad, si lo legaliza es censura. Al final de cuentas resulta lo mismo. O peor, porque sus intenciones no ven salida en canales políticos.
Kirchner justificó su sugerencia vanidosa al decir que algunos periodistas reciben chayote (dinero): “No me refiero a los chicos y chicas que vienen con un micrófono o un grabador corriendo y tratando de hacerme una nota, sino a aquellos que ya son estrellas (…) Todos sabemos a quiénes me estoy refiriendo”.
Se refería al columnista del periódico Clarín y conductor del programa A dos voces de TN, Marcelo Bonelli. Kirchner lo acusó a él y a su esposa de haber recibido un millón de pesos argentinos (2.8 millones de pesos mexicanos) a lo largo de cuatro años por los servicios prestados a la empresa Repsol YPF. La presidenta fue clara: “Bonelli, lo quiero nombrar con nombre y apellido, nunca acostumbro a hacerlo, pero lo tengo que hacer, porque cuando uno llegó a YPF se encontró que desde el año 2008 un familiar suyo, su mujer, y un socio recibían por año 240 mil pesos (683 mil pesos mexicanos)”.
El periodista Bonelli salió a expresar lo que para él pareció una fe de erratas. En una de sus columnas escribió la intención de renunciar que tuvo el actual director de la nacionalizada YPF, Miguel Galuccio.
Imposible defender al periodista Bonelli en caso de ser ciertas las palabras de Kirchner sobre las huellas que dejó Bonelli de los chayotes que recibió por parte de YPF, sin embargo, la pérdida de credibilidad y no una sanción judicial, es la peor sanción que puede recibir un periodista (en México tenemos varios casos de zombis que permanecen en medios).
El malestar de Kirchner en contra de los periodistas, posiblemente, no sólo es un acto de vanidad, también es un factor con el que trata de justificar la crisis del país: inflación, control cambiario, fuga de capitales, corrupción de funcionarios (su propio vicepresidente Amado Boudou otorgó a un amigo el contrato de impresión de billetes) y ahora la intención del director de YPF de abandonar la empresa.
Cristina Kirchner desea ser la monopolista de la palabra. No le gustan las conferencias de prensa. Impide que funcionarios de alto nivel otorguen entrevistas a sus enemigos, los de Clarín y La Nación. Al 95% del resto de los medios sí. A los afines les llaman amigopolios: Canal 7, las ondas de Radio Nacional, Télam y algunas señales de la Televisión Digital Terrestre; las paraestatales, que si bien son privadas, se sostienen gracias a la discrecional pauta oficial, entre ellas se encuentran los periódicos Tiempo Argentino, CN23 y El Argentino; los cooptados (medios comprados por empresarios amigos), como Crónica, Ámbito Financiero, BAE, CN5, Veintitrés y América; y los militantes o propagandistas activos: Diego Gvirtz y sus programas 6,7,8, Duro de domar; Víctor Hugo Morales y Hebe de Bonafini (en radio, prensa e internet). Para finalizar se encuentra el periódico Página 12, el diario que más dinero gubernamental recibe a cambio de pautas publicitarias.
La vanidad de Cristina Kirchner resulta ser un proyecto autoritario que no cesará de apoyarlo durante el resto de su mandato. Ella se convierte en monopolista de la palabra y por ende de la verdad…la versión oficial de los acontecimientos.
La censura irrumpe con gestos de vanidad. En el siglo de la información los sesgos son eliminados de manera inmediata. Poco a poco se disgregan los monopolios de la palabra. Ya son oligopolios y muy pronto, por no decir que ya, la palabra se ha democratizado.
Los periódicos Clarín y La Nación se quedarán en la soledad de la credibilidad. El resto, la pierden súbitamente. Al final de la jornada, aquellos ciudadanos que se dejaron seducir por el perfume del populismo disfrazado de peronismo caerán en la cuenta de los verdaderos problemas del país. Muchos de ellos, generados por el gobierno de Cristina Kirchner.
Las cadenas nacionales se convierten, para los presidentes, en islas donde su verdad se impone. Islas que se pierden por los enormes terrenos que las circundan. Terrenos cuyos dueños son los ciudadanos.
El rating de los presidentes, a diferencia de lo que ocurrió durante el siglo pasado, no se obtiene a través de cadenas nacionales. Quien lo crea vive entre el autoritarismo y la vanidad.
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