Sabia virtud, la de armonizar el tiempo con el vino.
El tiempo es elusivo, definirlo es difícil, incluso para los grandes físicos.
Pero, por ejemplo, la diferencia de precio entre un queso fresco y uno madurado es, justamente, el tiempo.
Con los grandes vinos ocurre algo similar: el precio de una botella en el momento en que sale a la venta se multiplica cuando el vino alcanza su plenitud evolutiva, tras 10 o más años.
Y, sin embargo, siempre existe el riesgo de que un buen vino se haya degradado con el paso del tiempo, en especial por no haber sido cuidado de manera adecuada.
El añejamiento de quesos, jamones y otros alimentos queda bajo la responsabilidad del productor, que se encarga de garantizar las condiciones necesarias para lograr un resultado óptimo.
Salvo algunas excepciones, los productores de vino se hacen cargo nada más del proceso inicial, ofreciendo un producto todavía muy joven y dejando a los particulares la fase más extensa, de evolución en botella.
En las residencias de grandes personajes y familias en la Europa del siglo XIX, había dos espacios de suma importancia: la biblioteca y la cava. Pudiéramos sugerir asociaciones simbólicas para cada uno: la iluminación (o la ilustración) del saber en el primer espacio, y las tinieblas y la oscuridad en el segundo. Pero ya el propio Louis Pasteur contradijo este dualismo: “Hay más sabiduría en una botella de vino que en una biblioteca”. Además de científico, Pasteur era un sabio, ni duda cabe.
El gran vino necesita tiempo, reposo y oscuridad para desarrollar sus aromas más complejos. Es fundamental proveerle de un entorno alejado del mundo y su bullicio, donde la temperatura sea fresca y constante, con variaciones mínimas entre el día y la noche. Por lo tanto, si alguien conserva la botella de Champagne que le regalaron para su boda, y la ha mantenido todos estos años en su sala, es mejor que no la descorche y la mantenga como recuerdo o trofeo.
La cava ideal debería ser subterránea. La tierra constituye un magnífico aislante natural, y la humedad alta favorece la estabilidad térmica. En un mundo donde la cultura del vino fuese amplia y cotidiana, quienes prevén para cada casa y apartamento un aljibe o cisterna, deberían considerar dos: uno lleno de agua, y el otro con botellas de vino.