Cuba es una dictadura que ha sometido a su gente desde hace más de 60 años y no pasa nada. El mundo es indiferente porque el costo de oportunidad de recuperar las libertades en la isla no da para que el mundo haga otra cosa que observar.

Venezuela también fue dejada a su suerte desde hace mucho tiempo. Primero con el dictador Hugo Chávez y después con su heredero Nicolás Maduro. Han acabado con la riqueza de un país petrolero para convertirlo en una nación en una crisis humanitaria.

Sin libertades, pero con soberanía, estos dos países latinoamericanos han sido soporte para otros personajes autoritarios que han seguido sus pasos.

En Nicaragua, Daniel Ortega de la mano de su esposa, han hecho de ese país centroamericano un centro de abuso del poder donde encarcelan a cualquiera que amenace su régimen autoritario.

En ese mismo barrio centroamericano, en El Salvador su presidente Nayib Bukele ya entendió lo fácil que es aplicar el modelo del totalitarismo con total impunidad internacional y aprovechando sus altísimos niveles de popularidad ha emprendido un camino de desmantelamiento institucional que le cree y le permita concentrar el poder sin oposición alguna.

En Bolivia, Evo Morales, con sus limitantes personales, pero con sus grandes amigos dictadores, intentó el mismo modelo de sometimiento que le funcionó hasta que su impericia le hizo tener que abandonar el país. Pero no importa, sus aliados lo recibieron con caricias mientras que su grupo afín ya logró recuperar el poder y Evo está de vuelta tomando decisiones.

Toda esta descomposición de las democracias latinoamericanas tiene una tendencia hacia los movimientos que se presentan como de “izquierda”, pero no son dueños de las tentaciones autoritarias.

De hecho, uno de los más sanguinarios dictadores en el continente, Augusto Pinochet, se confesaba como de derecha. Pero en esta nueva generación de autócratas engatusan a sus seguidores con su carisma y un discurso de lucha de clases y no con un golpe de Estado.

Pero, ahí está otro populista al asecho del poder permanente y sin controles. Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, identificado con posiciones de ultraderecha, ha iniciado un camino de ataque a las instituciones de su país.

Sacó a sus seguidores a las calles, aprovechando el día de la fiesta nacional, para arremeter en contra del poder judicial que lo investiga por diferentes presuntos delitos y lanzó esa consigna de que solo Dios lo saca del poder.

Brasil, con todo respeto, no es Nicaragua. Es el quinto país más grande del mundo, tiene más de 200 millones de habitantes, es la economía número 12 del mundo y es demasiado grande para que pasen de noche esas tentaciones autoritarias.

Ayer sus mercados ya acusaron recibo con una depreciación cambiaria de más del 3% y con una caída bursátil similar. Hay nerviosismo pues ante esos exabruptos del presidente Bolsonaro.

Claro que Donald Trump soñó con aferrarse al poder de los Estados Unidos, de hecho, lo intentó con el fallido asalto al Capitolio, pero hay países tan grandes, tan relevantes, de tanto impacto mundial que no es tan sencillo que escapen a una reacción internacional más activa.

En esa lista hay al menos dos latinoamericanos: Brasil y México.

@campossuarez