Uno de los grandes proyectos que está sobre el escritorio de Enrique Peña Nieto es la “conversión de Pemex”. Y cómo no. Ésta es quizá, hoy por hoy, la mayor tarea política y económica que cualquier gobernante mexicano sueña llevar a cabo con éxito.

 

Sin embargo, una tarea de esa magnitud tiene frente a sí un campo minado para quien se atreva a llevarla a cabo. Quizá por eso vimos poco detalle en las propuestas de los tres principales candidatos presidenciales. En realidad nunca se atrevieron a plantear, con pelos y señales, las transformaciones de fondo que requiere Pemex ante el miedo de perder votos en una elección que se estaba cerrando al final de la campaña.

 

Ahora Peña Nieto, como virtual presidente electo, tiene la posibilidad de llevar a cabo una profunda transformación corporativa y política de Pemex que toca las fibras más sensibles (diríamos “casi religiosas”) de la ya antigua discusión nacional sobre el tema: Que una parte accionaria de la empresa vaya a manos privadas. Y claro, una decisión así implicaría un necesario replanteamiento de las condiciones legales, financieras, fiscales y políticas de la relación de Pemex con los gobiernos en turno. De hecho estaríamos frente a un verdadero parte aguas en la historia de la paraestatal, de la economía y de la política mexicana.

 

El planteamiento está siendo considerado por el presidente electo para asumirlo como una (o la) bandera de su gobierno, como lo dijimos ayer en este espacio. A decir verdad tampoco hay muchas alternativas reales para transformar en serio a Pemex, para atraer el capital que necesita para sus inversiones futuras, y para limitar la sangría financiera por la perversa relación que mantiene con el gobierno federal y con el Estado en general.

 

Ni los pretendidos bonos ciudadanos, ni la colocación masiva de deuda, ni siquiera una reforma fiscal que libere marginalmente recursos, son opciones suficientes para un futuro competitivo y sustentable de la paraestatal. Se requiere que Pemex se comporte, se vea y sea una empresa en toda la extensión de la palabra y eso no se ha podido lograr con los mediocres intentos reformadores.

 

Por ello la colocación minoritaria de acciones en los mercados de valores aparece como una alternativa real en la estrategia de Enrique Peña Nieto. Una estrategia en el que ha sido decisiva la participación del ex secretario de Hacienda, Pedro Aspe, y que iría inevitablemente ligada a una reforma hacendaria de gran calado.

 

Se pretende que, sin perder el control del Estado, Pemex capture miles de millones de dólares en capital fresco en una primera instancia y, más importante aún, que ello signifique el “destape” para una avalancha de nuevas inversiones hacia el país.

 

Pero el camino para una propuesta de esta envergadura está minado, y los riesgos son del tamaño del objetivo. Van desde los cuestionamientos de sus críticos por la paternidad de la reforma atribuida a Salinas de Gortari, hasta el logro de una negociación con el PAN (que probablemente busque una reforma política a fondo como moneda de cambio) para modificar la Constitución y la revisión de decenas de leyes, pasando por la alquimia fiscal para tapar el enorme hueco que se producirá en los ingresos tributarios. Nada más.

 

“Riesgosa” para algunos; “histórica” para otros. En la valoración de los riesgos va la decisión de Peña Nieto.

samuel@arenapublica.com | @SamuelGarciaCOM | www.samuelgarcia.com

 

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