Es un personaje que vive fuera del momento. No tiene pasiones. De ahí su poder de seducción sobre los indolentes y ultramontanos de la moral y de la economía poseída por Hayek. Si hace cuatro años el mundo votó a favor de Obama, en noviembre de 2012 serán los estadunidenses los que lo llevarán a juicio. Culpable o no de la situación económica. Culpable o no de euromonetizar a la política. Hoy, a diferencia de Bush con Irak, Siria se encuentra demasiado lejos del corazón de Estados Unidos.

 

Si los estadunidenses lo llegaran a encontrar culpable, el Tea Party llegará a la Casa Blanca a través de un mal actor Mitt Romney.

 

El mejor ángulo de Mitt Romney es el fotográfico. La fotografía utópica del siglo XXI es en la que aparece Romney con toda su familia. Son 25. Su esposa, cinco hijos y 18 nietos. Happy family. Detrás de ellos el bosque y un pequeño lago. Un campo de golf rodeando una casa de película. Es la vida en sueño.

 

Mitt Romney es un personaje contra cíclico. Viajó a París cuando la capital francesa era una fiesta orgiástica. 1968, icono de los estudiantes universitarios y país-pantalla donde Jean-Luc Godard y François Truffaut se regodeaban con su nuevo lenguaje. Romney, por el contrario, llegó disfrazado de monje para reconvertir almas. Después de 44 años continúa con el llamado a renunciar a las pasiones que bailan al son del postMTV, de los guiones de Hollywood y del YouPorn de la política (Wikileaks). La seducción es la mejor manera de justificar la existencia de los monjes mormones.

 

En su adolescencia, Romney renunció a la literatura de Patricia Highsmith. Era tan seductora como estetizante que los lectores se podían convertir en asesinos sin llevar en su conciencia un gramo de culpabilidad.

 

Sin pasiones que lo distraigan, Mitt Romney dedica su tiempo libre (mormón) a industrializar dinero. Los vectores de su ruta crítica van de la maximización del Valor Presente Neto (VPN) a la reingeniería de los recursos humanos (despidos a la carta); de la optimización del mapa de decisiones personales (estimación de sueldos en función de la injusticia) a la maximización de la Tasa Interna de Retorno (TIR).

 

Romney es tan pragmático en la retórica como oscuro con su vida fiscal. Por ello, no tuvo empacho al decir hace algunos años que el concepto de aborto es matizable y que no mostrará sus declaraciones al fisco por respeto al mundo mormón. Es decir, Romney se despliega laxo bajo la conveniencia de las arenas públicas. Tal vez esta sea la verdadera razón por la que invitó a Paul Ryan como compañero de fórmula. Necesitaba un acento para convencer a los integrantes del mercado del Té que el radicalismo es la mejor forma de vida. Un mercado compuesto, lo mismo por los ultras que ingresan a un baño popular con guantes látex, que aquellos que contemplan a Sarah Palin como si se tratara de la auténtica revolucionaria de Estados Unidos.

 

El problema para Romney es su falta de posicionamiento entre los estadunidenses, es decir, no lo conocen desde el punto de vista del marketing y la publicidad. Los especialistas en escribir los mejores guiones para convertir a una persona en personaje es decir, para inventar un político en la mente del elector a manera de entelequia, señalan que a Romney hay que humanizarlo. Vive en algún planeta extraño donde los terrícolas no lo reconocen.

 

Quien sí tiene argumentos para articularlos a manera de un storytelling electoral es su esposa, Ann Romney. Superando un cáncer, la esclerosis múltiple y abortos espontáneos, se encargará de transferirle a su esposo los elementos que, entre la ciudadanía, puedan levantar la pasión por la política.

 

Comienza el preámbulo de un juicio en contra de Obama en la figura de un monje que se hace pasar por político.

 

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