Las últimas horas del martes, 11 de septiembre, quisieron dejar patente el legado de lo sucedido hace 11 años: guerra cultural.

 

Si cada día del siglo XX se desdibujó el mapamundi, en el siglo XXI el odio cultural excita al radicalismo en tiempo real. Pasamos del colonialismo tangible al intangible; de las guerras por terruños, a las agresiones por pensamientos que incomodan; de la lucha por las riquezas naturales a las batallas por las ideologías miserables. El número de talibanes crece, pero lo peor, es que en occidente también hay talibanes sin que se reconozcan.

 

El odio hacia Estados Unidos continúa desde todos los ángulos geográficos; desde el México del narco terror hasta salafistas libios enfurecidos por una película realizada con las miasmas mentales del productor Sam Bacile (de nacionalidad israelí y estadunidense), y publicitada por el pastor Terry Jones, aquél personaje que pasó a la fama por quemar en público un ejemplar del Corán.

 

Gadafi fue entregado a los rebeldes para que lo lapidaran en tiempo real, es decir, en transmisión streaming en plataformas estilo YouTube; una mano amiga filtró el video en el que atestiguó el último suspiro de Sadam Husein. Todo iba bien bajo la dialéctica entre el bueno y el malo.

 

El aplauso global por la Primavera Árabe fue un exceso de optimismo. El derrocamiento de los tiranos, se pensó, inauguraría sistemas democráticos emblemáticos. Lo mismo en Túnez que en Egipto; en Yemen que en Libia. Ahora se desea en Siria.

 

La idea primigenia de Bush, en términos propagandísticos, era que la intervención quirúrgica de su país en Irak y Afganistán daría como resultado la apertura de McDonald´s, Starbucks y casinos vegasianos en Bagdad y Kabul. Algo similar ocurrió con el optimismo de Obama y su sueño de ver extendida a la Primavera árabe en los inviernos culturales.

 

A largo plazo, confirmamos lo que en su momento era una sospecha: la propaganda del presidente Bush resultó mucho más peligrosa que sus propias decisiones. La realidad es que Irak es un polvorín; la inestabilidad en Afganistán provocó hace algunos días que Estados Unidos suspendiera la capacitación de las fuerzas de seguridad locales; Al Qaeda penetra a los sistemas de inteligencia para afilar sus ataques tácticos; la OTAN, por momentos, es cercada.

 

Cuatro años después de los ataques terroristas en Nueva York y Washington, en la redacción del periódico danés Jyllands-Posten se preparaba una edición con 12 caricaturas de Mahoma. El 30 de septiembre de 2005 aparecieron publicados y las reacciones no se hicieron esperar. Con el incendio de embajadas de Dinamarca, a manos de fanáticos religiosos, obtuvimos una segunda muestra representativa de lo que son, y seguirán siendo, las guerras del siglo XXI (penetradas por el vector cultural).

 

De 2005 a la fecha, varias publicaciones occidentales han llevado a sus respectivas portadas a Mahoma en posiciones incómodas desde el punto de vista de sus fanáticos. Charlie Hebdo, un semanario satírico francés propuso a sus lectores una frase tentadora: “100 latigazos si no muere de risa”. El chiste le costó a la empresa editora un incendio en sus instalaciones en París.

 

Ahora, la película Inocencia de los musulmanes muestra a Mahoma con rostro (algo inaudito para el Islam) y en posiciones, otra vez, denigratorias para los fanáticos salafistas, valga la redundancia.

 

El embajador Christopher Stevens y tres funcionarios diplomáticos estadunidenses pierden la vida en Bengasi, Libia, por la ira de una turba enloquecida. La historia se repite un 11 de septiembre.

 

¿Quién será el siguiente? El lado oscuro de la cultura es el fanatismo. Tan fanático resulta ser Sam Bacile, el productor de la película Inocencia de los musulmanes, como fanáticos lo son los salafistas que incendiaron la embajada de Estados Unidos en Libia.

 

fausto.pretelin@24-horas.mx | @faustopretelin 

 

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