Comentaba una pareja de aficionados argentinos, ya por encima de los 60, que para llegar a Doha tuvieron que viajar de Buenos Aires a Londres.
No hay vuelos directos de Buenos Aires a Doha, pero sí desde Sao Paulo, en Brasil, lo que les hubiera ahorrado miles de kilómetros y algunos cientos de euros.
“Preferimos rodear que salir de Brasil. Son insoportables. Los aviones van llenos, todo el tiempo la hinchada va cantando, gritando y hasta bailando. No se puede aguantar eso por 12 horas o más. Y luego, se te pescan que eres argentino, estás acabado’’, dice resignado.
Y mire usted, para que lo diga un argentino.
Hay en Doha, según estimaciones de los propios aficionados, entre 60 y 70 mil brasileños que cuentan además con la solidaridad de miles de aficionados de otras naciones.
Por eso no fue difícil pintar de verde-amarillo el estadio Lusail Iconic, el más grande de los cuatro construidos para el mundial, con capacidad para 80 mil aficionados.
En México, solo es comparable con el Estadio Azteca (84 mil lugares).
Brasil hizo la magia de resucitar el ambiente casi somnoliento que se vive en Qatar.
Amplio favorito para ganar el trofeo en disputa, el equipo brasileño despachó, no sin problemas, a la forzuda selección Serbia.
Dos goles del delantero Richarlison, uno de ellos de media tijera, que nos hizo recordar al de Manuel Negrete en el mundial de 1986, fueron suficientes para finiquitar el trámite.
Lo que siguió fue la fiesta y la convicción, casi religiosa, de los aficionados brasileños en que resultarán campeones.
Falta mucho aún por jugar; este fue su primer compromiso, pero por lo que se ha visto hasta hoy, solo España y los sudamericanos parece que tienen el poder de competir por el título.
Los festejos, que si bien han sido escandalosos, no son ni la sombra de lo que fueron en otros mundiales.
Impone, desde luego, la información sobre las estrictas reglas de convivencia en Qatar que fueron ampliamente difundidas antes de la justa.
Los estadios tienen un doble -y hasta triple- filtro de seguridad; los encargados de la vigilancia son inflexibles, aunque tratan de ser amables.
Por ejemplo, dentro del estadio, es casi un delito llevar una cartulina aunque sea de broma, o de apoyo a tu selección; irremediablemente son quitadas y entregadas a policías de más alto rango.
Durante el primer juego de la selección mexicana, un aficionado nacional llevaba una inocente y hasta ñoña cartulina que decía “no era penal’’, y le cayeron tres guardias del orden para quitársela.
Impensable colar una con motivos políticos y mucho menos religiosos (por eso a los mexicanos que antes de cada partido se persignan solo se les ve cerrar los ojos y hacer un breve murmullo).
La vigilancia es extrema.
No se puede festejar más de un minuto un gol; cuando hay jugadas fuertes y la fanaticada se para a reclamar, los guardias en las gradas inmediatamente piden a todos que se sienten (y ni siquiera tienen que gritar “ahí va el agua de riñón).
Todos obedecen.
Un sujeto barrigón, con aspecto de ogro, neceaba con tomarse una foto en un lugar en el que está prohibido levantarse; el guardia le pidió que se sentara, pero le manoteó y lo ignoró.
Diez segundos después había cinco gendarmes invitándolo a dejar el estadio; no se conoció su nacionalidad pues no llevaba una camiseta de selección alguna, pero seguro perdió cientos (o miles) de euros en un boleto de primera para ser sacado del estadio.
No se ven actos de violencia o prepotencia policiaca: su no, es no y nadie discute.
La vigilancia también se realiza desde el aire.
Antes y después del partido, dos helicópteros sobrevuelan el estadio que también es vigilado por una cuadrilla de drones que van siguiendo a la multitud.
Los drones tienen una tecnología avanzada que permite el reconocimiento facial; con esta información disponible más lo que se sabe de la dura ley catarí, casi nadie se anda cuidando el celular o la cartera, aunque esté en medio de la multitud.
México juega mañana contra Argentina en el mismo estadio Lusail, el más grande; se especula que la afición será un 50/50 y, por los antecedentes en otros mundiales, las autoridades cataríes han puesto especial atención en este juego.
Los argentinos dependen de que Messi salga inspirado y los mexicanos dependemos de un milagro.
De esos que de cuándo en cuándo, cada cuatro años, ocurren como para tenernos hoy a casi 14 mil kilómetros fuera de casa.
LEG