“¡Corre, corre!”, gritó la voz que me hizo despertar súbitamente aquella mañana de septiembre. Al instante, sentí el primer jalón. Carlos Acosta se había despertado también y nos miramos desconcertados. “¡Está temblando!”, me dijo… o le dije… o nos dijimos al mismo tiempo.

 

Habíamos pasado las últimas cinco horas en el cuarto de máquinas del ascensor, en la azotea de un edificio de 11 pisos en la calle de Pino Suárez, donde la hermana de Carlos nos dio posada la madrugada de aquel día 19 de septiembre y ahora despertábamos asustados sin saber que presenciaríamos una de las peores tragedias de esta ciudad, que parecía entonces y parece todavía hoy, surgir del fondo del dolor y de la muerte.

 

Apenas habíamos abierto los ojos a la penumbra, cuando cayeron tubos de metal, cristales y otros materiales y herramientas que estaban apiñados en ese cuarto, habilitado como bodega. Salimos a la azotea dando tumbos, pues lo mismo el brusco despertar que el brutal movimiento de tierra nos impedían estar de pie.

 

Al salir, vimos a los familiares de Carlos en el quicio de la puerta de su pequeña habitación. Igual que nosotros, ellos tampoco podían creer lo que veían: a lo lejos, al sur, una de las torres que se alzaba a poca distancia del entronque entre Pino Suárez e Izazaga se retorcía increíblemente; como si fuera una palmera.

 

Una secuencia de sonidos golpearon nuestros oídos y nuestras almas: el rechinar del acero, los golpes secos del concreto al desprenderse y el increíble, espeluznante, rumor de la Tierra cuando sus entrañas se estremecen; era como el ronquido de una bestia descomunal. Antes de desplomarse al vacío, una explosión partió la torre en dos y, en segundos, nubes de ladrillo, cal y yeso nos hicieron toser y nos cegaron por instantes. Nuestros ojos se llenaron de lágrimas, de espanto.

 

No podíamos sostenernos en pie: teníamos que apoyar la espalda contra las paredes del cuarto de servicio, con las piernas muy abiertas. Nuestras miradas se concentraron con gran inquietud en el suelo de la azotea, quizás temiendo que se abriera y nos tragara la bestia, o esperando que un milagro nos salvara y cesaran aquellas imágenes, aquellos sucesos, tristes y terribles, que aún hoy estremecen nuestra conciencia y nuestros recuerdos.

 

PRESAGIOS, VISIONES…

 

Horas antes, ya de madrugada, aquel jueves 19 de septiembre de 1985, Carlos y yo salíamos de las instalaciones de El Sol de México, tras el cierre de edición. Teníamos apenas una semana de haber ingresado; éramos “los nuevos” en la mesa de redacción. Estábamos en el despertar de estreno de nuestra vocación periodística.

 

En estricto sentido, yo viví la experiencia de los sismos del 85 por mera casualidad, pues uno de mis hermanos pasaba por mí todas las noches, al salir del trabajo; todas, excepto ésa. Nunca supe suficientemente bien por qué, justamente aquella noche, Eduardo no fue por mí a El Sol de México. Lo cierto es que Carlos –quien venía desde San Cristóbal, Ecatepec– me dijo que él se quedaba con su hermana a pasar las noches y que por el día, muy temprano, se iba a casa. Me invitó a quedarme y yo, agradecido, acepté porque no sabía ni a dónde ir ni qué hacer.

 

A pie, cruzamos la colonia San Rafael y la Tabacalera y la Cuauhtémoc hasta llegar al Zócalo, al Centro Histórico de la Ciudad de México. Justo en la esquina de República de El Salvador y Pino Suárez vimos algo muy extraño: una mujer, vestida apenas con un camisón casi transparente, y a través del cual se dibujaba el contorno de su figura, resaltado a contraluz, avanzaba hacia nosotros, rodeada por una jauría de perros callejeros. Ella cargaba en ambas manos lo que a mí me pareció eran cubetas y su cabellera flotaba y se esponjaba conforme caminaba. Me sorprendió que vistiera tan ligera en una madrugada particularmente tan fría como ésa.

 

Aquella visión hizo que Carlos y yo nos miráramos con asombro. No sé si en serio o en broma… tampoco sé si fue él o yo o ambos, pero creímos… pensamos… dijimos… gritamos: “¡La Llorona!” Lo cierto es que corrimos riéndonos, un poco divertidos, un poco nerviosos pero eso sí, muy asustados, como si hubiéramos estado ante un presagio aterrador de lo que veríamos la mañana siguiente.

 

Una vez en el ascensor del edificio, noté que sobre la moldura de la puerta estaba escrito, en hebreo y en castellano, un salmo –entonces sabía cuál era; ahora ya no me importa– que rezaba: “Ten temor de Dios y aléjate del mal”. Nos fuimos a dormir –o mejor dicho a dormitar– sin quitarnos ni siquiera los zapatos. Nos cubrimos cada cual con la cobija que nos dio la hermana de Carlos.

 

LOS GIGANTES SE DERRUMBAN

 

Recargado sobre la pared, muy cerca de la esquina de cuarto de servicio, escuché un ruido espeluznante que me hizo voltear. Un edificio no muy alto, que en realidad era un estacionamiento, se fue quebrando por sus columnas.

 

Daba la impresión de que un gigante invisible lo apachurrara desde arriba, haciendo que el piso superior cayera sobre el de abajo y, que éste se desplomara sobre el siguiente y el siguiente, como un acordeón que se comprime. El ruido de los hierros retorciéndose lastimó mis oídos, incluso cuando yo creía que no era posible escuchar nada más en medio de aquel escándalo macabro.

 

Al mirar hacia el poniente, divisé parte de un patio escolar pero no había nadie allí. La campana, sin embargo, se mecía irregularmente, sin compás; sus tañidos se elevaban tenues en aquel aire que murmuraba una apagada sorpresa, como llamando a un duelo burlón y fantasmal. Sonaba la campana, pero ese día –y muchos otros, después- no habría clases.

 

Del abismo, frente a nosotros, surgían ruidosamente los claxonazos de autos y camiones, cuyos conductores –imaginaba yo– estaban tan aterrados como cualquier animal ante la cercanía de la muerte.

 

Enfrente, de la fachada un edificio miramos caer, uno a uno, los rombos de mármol, entretejidos con varillas de metal. La telaraña de piedra y acero se desprendió por la orilla de la cornisa, dejando abierta una monstruosa boca, en cuyo interior se distinguía el mobiliario de una oficina. Algunos rombos entraron como flechas por los respiraderos del tren Metropolitano. Por el peso de la estructura, el piso de la azotea “jaló” las paredes de las habitaciones más cercanas a la cornisa, y de ellas salieron asustados, corriendo y llorando a gritos, un par de chicos en calzoncillos. El más pequeño de los niños por poco resbaló hacia el abismo.

 

Al fondo de la azotea, la que supuse era la madre de esos niños estaba hincada y levantaba los brazos, haciendo cruces con los dedos, mientras un hombre la tomaba del hombro con una mano y, con otra, se quitaba el polvo de los ojos o se enjugaba las lágrimas o ambas cosas. Por fin, los niños llegaron hasta ellos, se abrazaron a sus padres. Juntos y arrodillados los vi rezar. Yo; ya ni de Dios me acordaba.

 

El techo no se desplomó, tampoco lo hizo el resto de la fachada. Algunos rombos quedaron colgando, en tétrica mueca de calavera desdentada ¿Cómo irán a bajar de ahí ahora?, pensé. Pobre gente y pobres de nosotros y pobres, quién sabe cuántos más en aquellos momentos terribles.

 

UNA SONRISA EN MITAD DEL LLANTO

 

Recorrí a pie la distancia hasta llegar a casa, en el oriente de la ciudad. A mi paso, encontraba otras escenas de la catástrofe y otras caras de estupor, de espanto, de interrogación. Cerca del entronque de Calzada de la Viga y Avenida del Taller, un vómito de ladrillos, girones de ropa, basura y suciedad indicaba que ahí hubo alguna vez un vecindario. Un penetrante olor a gas recorría la calle en desesperado apuro para avisar a los que aún estaban vivos que se fueran, que evitaran una tragedia mayor, pero la gente, inmóvil, montaba guardia ante el cadáver de piedra que alguna vez albergó sus esperanzas, sus sueños, sus momentos de mayor tribulación, y dentro del cual, ahora, los que ahí solían vivir se quedaban a morir para siempre.

 

Cerca del mercado Jamaica, un autobús del colegio Don Bosco pasó frente a mí y miré a una de las chicas que, divertidas, imaginaban seguramente que ése sería un día más para aprender. Me sonrió dulcemente. Ojalá que aquella mañana haya perdido solamente sus clases y no a un ser querido ni su hermosa sonrisa que, si se nubló, haya sido sólo por un tiempo.

 

Cuando por fin llegué a mi barrio, no pude evitar sentirme indignado. Nadie ahí sabía lo que había pasado, es verdad, pero yo les exigía injustamente que reaccionaran como si hubieran visto lo que yo vi. Se habían suspendido los servicios de luz y de agua, tampoco había televisión ni radio. Algunos jóvenes jugaban en las calles mientras otros sacaban agua de las atarjeas. ¿Acaso no sabían que quizá decenas o cientos o miles de mexicanos habían perdido a un ser querido, su casa, su vida… todo?

 

A QUIENES PERDIERON TODO

 

Cuando creíamos que aquello no tendría más fin que el nuestro propio, el sismo cambió el sentido de la realidad. Palabras como oscilatorio o trepidante, que no formaban parte de nuestro lenguaje cotidiano, se convirtieron, a partir de ese momento, en posmodernos mantras, lugares comunes que sintetizaban las dimensiones del horror.

 

Con la indiferencia de una esfinge ante el dolor, el miedo y los rezos pronunciados desde tan distintos credos, con tan diversos ritos y en tan variadas lenguas; insensible ante la sangre derramada, el llanto contenido y los gritos apagados –porque, cómo ha de ser sensible lo que humano no es–, el sismo se transformó en cisma y separó, con una línea invisible, a los vivos de los muertos.

 

En un arranque de inconsciencia, de sangre fría –mientras aún temblaba la Tierra, y yo con ella–, me acerqué a la orilla. Alcance a ver, por entre las ventanas de un condominio, a un hombre de pie que, sin dejar de mirar hacia el techo, sostenía en su mano derecha lo que supuse era una taza, como esperando quizás a que pasara el temblor.

 

La luz del cuarto se apagó de pronto. Aquel edificio, construido como una herradura, cayó sobre sí mismo y sus paredes de ladrillo colapsaron hacia adentro formando una espesa nube de polvo rojo. No pude ver más, asustado, regresé para apoyarme en las paredes del cuarto de servicio.

 

De vuelta a mirar aterrado cualquier fisura que se abriera en el piso de la azotea. Pensé: “si esos edificios, que se ven más nuevos que éste, ya se cayeron, a éste no le faltará mucho”. Avergonzado por sentir tanto miedo, traté de tranquilizarme. El terremoto cesó de pronto pero ni yo ni los otros nos dimos cuenta; sentíamos que la tierra aún se movía.

 

LA MUERTE NUESTRA DE CADA DÍA

 

El temblor de mi cuerpo se fue haciendo menor mucho tiempo después que terminó el terremoto. Poco a poco, no quedó en mí sino un ligero mareo y un pesado temor de que volviera aquella brutal fuerza. Nos fuimos acercando tímidamente a la orilla del edificio sobre el que habíamos sobrevivido. Las nubes de polvo se disipaban paulatinamente.

 

Sobre la calle, varios coches avanzaban muy lentamente o de plano permanecían quietos. Distinguí a chicos y chicas que vestían uniformes de secundaria y cargaban sus mochilas en la espalda. Algunos de ellos se congregaban alrededor de donde habían caído los rombos de mármol, los ladrillos o las fachadas, otros se subían sobre los escombros y removían piedras, daban voces y trataban de ayudar sin saber a quién ni cómo. Fue entonces cuando presenciamos la escena más desgarradora de la tragedia.

 

Sobre un montículo de ladrillos, ahí donde había visto caer un condominio y a un hombre que de seguro se desayunaba, estaban regadas –como si las hubieran dispuesto a propósito–, varias piezas de pan que se mezclaban con restos de material de construcción. Más allá, donde terminaba la fila de panecillos, aparecía una bolsa de papel rota y, junto a ésta, una mujer ya madura, completamente tendida sobre la parte más alta de los escombros. Apartaba los ladrillos con ambas manos mientras gritaba desgarradoramente con una voz ronca, que resonó y resonará para siempre en mi mente, llamando por su nombre a sus hijos, a su esposo, a su familia, a los suyos que yacían, quién sabe si aún con vida, debajo de los muros que durante no sé cuánto tiempo había sido su hogar.

 

Mi primera reacción fue consolarla, pero ¿cómo se puede consolar tanto pesar; cómo se puede conjurar tan terrible verdad? Pensé, no sé por qué, en llevarle un dios, cualquier dios, a esa mujer. Un dios para que desahogara sobre él todo su llanto; para que desquitara en él todo su dolor; para que lanzara sobre él la misma pregunta que yo me hacía en esos instantes de tribulación. La misma pregunta que se han hecho tantos hombres y mujeres, en tantos momentos de la Historia, en tantas lenguas, en tantos credos y que, en el futuro, José Saramago habría de escribir con nitidez: “¿Por qué, Señor, te llevas siempre la vida que nos das?”

 

El terremoto se fue tan repentinamente como llegó. Mientras duró, y a pesar del enorme espanto que sentí, una extraña resignación me acompañó. Estuvo conmigo en el trayecto de regreso a casa y en mis silenciosas reflexiones en cada momento y ante cada imagen de desastre que me salieron al paso. Tras de cruzar el umbral de mi casa, al ver a mi madre, a mi padre y a mis hermanos y hermanas, quise pronunciar las palabras precisas para relatarles lo que había presenciado esa mañana de septiembre.

 

Quise decirles que hubo muchos que cayeron, quizás sin darse cuenta de lo que ocurrió. Quise decirles que otros habíamos logrado vivir para contarlo, pero no pude. Ahí mismo, yo mismo, como seguramente le ocurría a tantos otros, en esa misma hora de luto; tal como le había sucedido a mi ciudad, me derrumbé. Sólo pude pronunciar, o mejor dicho, musitar entre sollozos: “Tembló horrible… La ciudad se derrumbó… Murió mucha, mucha gente.”