Cuando querer se convierte en necesitar, se vuelve una adicción

Robert Lustig

Todos queremos sentir placer y ser felices; ambas cosas por igual y a la vez. Desafortunadamente, en la mayor parte de las ocasiones tenemos que elegir, porque, ¡oh sorpresa!, la ciencia nos ha demostrado que generalmente se contraponen.

Le explico: el placer es producido por la hormona conocida como dopamina, resultado de la excitación de las neuronas a partir de estímulos externos, internalizados mediante los cinco sentidos, aquellos que nos relacionan con el mundo que nos rodea, porque ciertamente existen otros que, por incomprensión y falta de experiencia, englobamos en la denominación de “el sexto”, y que nos conectan con el universo de lo intangible.

El placer es fugaz, pues las neuronas no pueden mantenerse en excitación. Eso significaría para ellas la muerte. Así que, inhibiendo receptores, disminuyen la intensidad de las emociones ante el mismo estímulo la siguiente vez que lo experimentamos.

Como nos quedamos “cortos”, aumentamos la dosis de emoción, mediante sustancias, juego, riesgos, enamoramiento o cualquier otro acto placentero. Las neuronas, ante el embate, más a la baja van en su actividad receptora, hasta que la máxima cantidad de estímulo que podamos mandarles ya no sea sentida en absoluto.

Por su parte, la felicidad, “estado del ser” que puede ser sostenido indefinidamente, depende de la serotonina, una hormona que inhibe receptores para crear paz, calma y satisfacción, esa certeza interior de que nada necesitamos, todo lo tenemos, a partir de la cual sentimos felicidad; aún mejor: dicha, que es la dimensión espiritual de lo que coloquialmente conocemos como ser felices, y que podemos traducir como experimentar la verdad de que todo es perfecto como es.

El porque tratamos de compensar la carencia en la dimensión espiritual con la saturación en la sensorial tiene explicaciones simples: el placer es fácil de conseguir, porque es un suceso que podemos provocar en cualquier momento, especialmente en un mundo lleno de estímulos para ello, que quiere convencernos, a través de la mercadotecnia, las creencias en la superioridad que da el estatus o del “sueño americano”, que colmándonos de placeres seremos felices.

La felicidad, por su parte, es un trabajo interior, es decir, un proceso, que generalmente pasa por liberarnos de todas las ataduras que nos pone la inmediatez del placer. Porque mire usted, la ciencia ya descubrió que si hay algo que mata a la serotonina, es la dopamina.

La confusión entre ambos estados mentales también proviene del hecho de que el placer indudablemente reduce el estrés y la ansiedad, de manera que durante un momento podemos sentirnos liberados, aliviados, pero eso no es ni la sombra de la felicidad.

No quiere decir que debemos abandonar ni la idea ni el deseo de placer, por supuesto. Significa que éste tiene su función y en ella debemos mantenerlo; o sea, la moderación es la regla, porque el exceso produce siempre el efecto contrario al que deseamos: en lugar de llenarnos, nos va dejando cada vez más vacíos.

Cualquiera que sea nuestra adicción, irá asesinando neuronas por exceso de dopamina, cada vez más y más aceleradamente si no logramos dar marcha atrás, o si le agregamos las sustancias que está comprobado las matan, como alcohol, drogas y no pocos aditivos de la industria de alimentos procesados. Aún peor, se convertirá en nuestro mundo e interferirá de tal manera en nuestras vidas, que nos alejará cada vez más de la posibilidad de ser felices y, sin lugar a dudas, nos irá haciendo cada vez más infelices.

Cuando buscamos estar bien con nosotros mismos, pero lo hacemos desde la confusión entre placer y felicidad, perdemos la brújula en nuestros procesos de aceptación y cambio. Por ejemplo: si tenemos sobrepeso, tenderemos a pensar que aceptar nuestro cuerpo equivale a aceptar la forma en que lo estamos tratando, lo cual justificará el consumo excesivo de carbohidratos simples, la adicción más normalizada y extendida en el mundo.

      @F_DeLasFuentes

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