El último libro de Oliver Sacks (Londres, 1993) se llamará On the Move. A life (Alfred A. Knopf, Nueva York) y comenzará a circular en mayo de este mismo año. Es un libro autobiográfico en cuya portada aparece el Dr. Sacks como nunca lo habíamos visto: veinteañero corpulento, montado sobre una motocicleta y con la indumentaria de rigor: chamarra de cuero y pantalones de mezclilla.

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Acostumbrados como estamos a verlo como el venerable neurólogo calvo, con lentes y barba intelectual, estas memorias prometen redondear la imagen de Sacks como un hombre que vive con gratitud y alegría a pesar de los accidentes y las desgracias de la vida.

Hace un mes el neurólogo anunció en su columna del New York Tiemes que tenía un cáncer terminal en el hígado. Como era de esperarse, Oliver Sacks confrontó su padecimiento con valor: “debo decidir cómo vivir los meses que me quedan. Tengo que vivirlos de la manera más rica, intensa y productiva que pueda.” Su actitud no tiene nada que ver con la resignación sino con todo aquello que sus pacientes, sus escritores favoritos y sus lectores le enseñaron sobre la vida.

Si hubiera que sintetizar el periplo de Sacks desde su primer libro, Migraña (1970) hasta el último, Alucinaciones (2012), sería la constatación de que nada de lo que nos llega a través de los sentidos está dado para siempre. La vista y el olfato pueden ser tan subjetivos como nuestros gozos. La frontera entre el sueño y la vigilia es sólo una construcción cultural, delicada hasta el punto en que la perturbación en un área del cerebro del tamaño de un grano podría alterar para siempre nuestro comercio con la realidad.

Alterar es la palabra. Dañar o enfermar son vocablos que Oliver Sacks ha usado con prudencia, siempre con un sentido más positivo que el que se les asigna en los diagnóstcos tradicionales.

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 En el prólogo de Un antropólogo en Marte (1995), Sacks cuenta que durante algunas semanas tuvo que adaptarse a escribir con la zurda por una fractura en el brazo derecho. En vez de resignarse a esa pérdida momentánea, decidió entrenar su cerebro para adaptarlo a esa nueva condición, del mismo modo que hicieron las decenas de pacientes que desfilaron por su consultorio: un pintor que pierde la capacidad de ver los colores; un hombre que en cada sonido que llega a sus tímpanos escucha una nota musical; unos gemelos autistas capaces de hacer cálculos matemáticos instantáneos; personajes incapaces de ver una sonrisa o que al contrario, recorren un mundo acechado por seres imaginarios.

El mundo “exterior” es una construcción del cerebro tanto como la sociedad lo es de nuestra cultura. Sacks ha sido el puente entre la ciencia neurológica que, como nunca desde Descartes, demostró que la percepción del mundo es una lucha constante entre nuestros aparejos culturales y el equilibrio delicado de nuestro sistema nervioso.

Sus libros, entre los que se encuentran clásicos como El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (1985) y Despertares (1973), pueden leerse como retratos médicos, o como cuentos que se engarzan en una sola novela: la del humano que se reconstruye de sus cenizas.

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El optimismo no suele ser moneda común de la literatura, pero Oliver Sacks no ha escrito obras de superación personal, sino de restitución, de cómo afrontar un padecimiento, no para superarlo sino para vivir con él. En cada uno de sus retratos puso ante sus lectores una percepción de la enfermedad como renacimiento, como una potencia de vida.

La escritura clínica es un ejercicio que a veces alcanza el nivel de arte y Sacks logró en cada uno de sus libros el equilibrio entre las enseñanzas recibidas por sus maestros en la ciencia -como Thom Gunn, A.R. Luria, Vigotsky-, y en la literatura -W.H. Auden, David Hume, Jorge Luis Borges o Vladimir Nabokov.

Así como sucedió a Sigmund Freud, los libros de Oliver Sacks están destinados a sobrevivir en el librero de la literatura y no tanto en el de la medicina o el de la ciencia. Su exploración ha sido profesional y médica pero en el trasfondo siempre está la experiencia humana y ese órgano supremo que es el cerebro: no una ventana sino una retícula frente al mundo natural, un laberinto de la memoria y centro de ensamblaje de la realidad.

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Cada ser humano, nos dices Sacks, es único y recorre un destino genético y neural intransferible. Es esa visión la que lo ha llevado a la sabiduría y a la paz de quien puede mirar a la vida a los ojos y decir en su declaración final a sus miles de lectores: “he sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, por sí solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura.”

 

Anuncia su cáncer en el NYT

 

A mediados de febrero pasado, Oliver Sacks publicó un artículo en The New York Times en el que daba a conocer que, a sus 81 años, se le ha diagnosticado cáncer terminal en el hígado y que está agradecido por haber tenido otros nueve años más de vida.

“Hace nueve años descubrí que tenía un raro tumor en el ojo, y aunque las radiaciones y el láser para remover dicho tumor me dejó ciego de ese ojo, soy agradecido de haber tenido nueva años más de buena salud y productividad. Pero ahora tengo que enfrentarme al hecho de que voy a morir. El cáncer ocupa un tercio de mi hígado, y aunque su avance se ha disminuido, este caso particular de cáncer no se puede curar. Ahora depende de mí como quiero vivir esos meses que me quedan. Tengo que vivir de la manera más profunda, rica y productiva que pueda”, expresó Sacks en su carta.

 

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