Creció en la enorme casona que El Indio Fernández se mandó construir en Coyoacán. Allí vivió con aquel hombre que cada mañana la peinó y le colocó el rebozo hasta que, irremediablemente, la pubertad le llegó. A los 15 años escapó de la Casa Fuerte para “vivir” y con la idea de hacerlo de prisa, con el temor siempre de que el padre la encontrara y ahí mismo la matara.
Sentada sobre un sillón de la sala de música, Adela Fernández exhala el humo del cigarro, se dispone a narrar esa serie de hechos que la llevaron en 1986 -después de la muerte del actor- a reinstalarse en la ahora casa-museo de la calle Dulce Olivia y Zaragoza.
La mujer de casi 70 años habla de esa vida que ella eligió, aunque sin cumplir las expectativas de aquel hombre que mucho valoraba la genialidad. Y no podía ser de otra manera. El Indio vivió rodeado por el talento de los intelectuales, artistas e ídolos de la Época de Oro del cine mexicano: Diego Rivera, Frida Kahlo, Arthur Rubinstein, Dolores del Río, entre otros visitantes habituales de la casa.
“Mi papá me hablaba de que había que ser genial y había que tener talento, compromiso, había que ser creador… y yo reprobaba. Era tal la demanda de las cosas que me pedía mi papá que yo me comportaba como idiota: oía la palabra idiota y yo volteaba porque creía que era para mí. Soy disléxica y el estudio se me ha dificultado mucho. Nada más llegue a la primaria”.
Adela nunca incursionó en la industria cinematográfica por temor a encontrarse con su padre en los estudios; tampoco fue guerrillera, ni encabezó una revolución y menos aun disparó un arma, las pistolas le dan pavor, aunque en su casa siempre hubo alguna. Es cobarde, lo reconoce.
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Nadie podría imaginar que aquel macho mexicano de ojos verdes se deshacía en cariños y mimos para esa niña, hija de su primera esposa, la cubana Gladys Fernández.
Con la partida de la madre, la relación de Adela con su padre fue cercana, y más lo fue cuando la sonorense Columba Domínguez -la segunda pareja del actor -lo abandonó.
Pero un día el vínculo se rompió. “En cuanto me salieron las tetas me empezó a rechazar y se hizo una relación muy fría, muy distante, muy extraña para mí”.
Por esa época, cuando Adela tenía 14 años, El Indio le dio la golpiza de su vida. “Pero tenía toda la razón del mundo”. Un día la señora que a diario entregaba las tortillas en la casa no aceptó los seis mil pesos que se le debían y recomendó a Adela que se comprara “unos regalitos”.
La adolescente decidió entonces comprarse un chango araña y un salterio, un instrumento de cuerdas que su padre apreciaba. Cuando ella confesó que no le había pagado a la anciana, el hombre perdió el control, fusiló al chango y comenzó a golpearla mientras le recordaba los años de la Revolución, cuando los indígenas lo perdieron todo.
El temor se interpuso. Tenía miedo a desilusionarlo, a que ya no la quisiera por tonta, porque no era genial.
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Sus primeros años de adolescente los recuerda casi siempre encerrada en aquella inmensa casa, vestida de blanco –un color que su padre valoraba como símbolo de pureza y virginidad-, sin novio y sin mirar a los muchachos de su edad.
El tiempo se le pasaba en servir café para los escritores de las películas de la época y en organizar los “almuercitos” que servían en el comedor y a los que acudían hasta 300 invitados.
La hospitalidad fue siempre el distintivo de esa gran mansión del barrio de Santa Catarina, diseñada por el arquitecto Manuel Parra, amigo y compadre de El Indio y cuyas cenizas están depositadas en el inmenso jardín.
Era la década de los años 50, así que las puertas estaban todo el tiempo abiertas para quien llegara buscando un café, un tequila o un plato de frijoles.
Por aquellos pasillos desfilaron muchos de los protagonistas del México de mediados del siglo XX, muchos de los cuales habitaban a sólo unas cuadras de la casa. Diego Rivera, el mentor de su padre en temas políticos y quien lo convirtió en “rojillo”; Frida Kahlo, Dolores del Río, amiga y amor platónico de El Indio; a Gabriel Figueroa y Mauricio Magdaleno; al pianista Arthur Rubinstein que ensayaba en el piano de concierto de la casa y a otras tantas personalidades que marcaron la vida de Adela… y sirvieron de parámetro a las exigencias de su padre.
“Como conocía a Diego Rivera y a Orozco y a Siqueiros y a Galván y al Chamaco Covarrubias, yo tenía la obligación de pintar mejor que todos ellos juntos. Porque vino Rubinstein a tocar el piano de esta casa, yo tenía que ser pianista. Y porque leí la biografía que me regaló de madame Curie, yo tenía que encontrar cosas científicas para bien de la humanidad”.
No había insultos ni golpes, las exigencias del padre eran sutiles; cuando se equivocaba la llamaba “chambona” con una mezcla de cariño y decepción que a ella no le dolía tanto. A los 15 años Adela se fue de aquella casa.
“No me dejaba tener novios. Pensaba que me iba a enterrar en el jardín como al caballo. Su secretaria me hablaba de escritores franceses y escuchaba a escondidas a Edith Piaf y quería ir a Paris, después quería ir a Grecia. Y entonces me salí a vivir, casi segura de que había que vivir rápido porque si te encuentra te mata”.
No volvió a ver su padre hasta los 28 años cuando lo encontró en los Estudios Churubusco y ahí mismo se orinó, pero no la mató.
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Con 20 años y dos hijos Adela se dedicó a hacer teatro. Con escasos recursos montó exitosas obras protagonizadas por marionetas, otros actores o por ella misma, buscando siempre explorar la naturaleza humana.
Más tarde hizo libros con Beatriz Tuboth, una de las primeras publicistas en México. A través de ella conoció al “mayista” Demetrio Sodi, al arquitecto Pedro Ramírez Vázquez y a otros autores a través de los cuales reencontró el aprecio por la cultura de los pueblos indígenas que su padre le inculcó desde niña.
Cansada de editar libros de otros comenzó a escribir los propios. El primero fue una compilación de cuentos titulada El perro, el hábito y la rosa, del que se desprendió Híbrido, una recopilación “de cuentos que no eran cuentos, sino más bien géneros literarios mezclados”.
Su obra incluye 10 publicaciones que abarcan desde la antropología de los pueblos indígenas, hasta recetarios y cuentos. En sus libros, dice ella, hay tristeza, melancolía y otras emociones que ella no expresa de manera cotidiana.
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Aunque no vivía en la casa de Coyoacán nunca la abandonócompletamente. A menudo iba a tender la cama de su padre, ledejaba una magnolia cerca le cocinaba. Él lo sabía, pero nunca salió a buscarla y tampoco le pidió que regresara, incluso cuando llegó con el primer hijo en brazos. El niño había nacido en Estados Unidos y fue tal su enojo que no la recibió.En 1986 El Indio Fernández murió y Adela regresó definitivamenten a la casa. Se ocupa del aseo, de pagar las cuentas y resguardar el extenso archivo de su padre.
En un mueble de la recámara que ocupaba el actor se conservan guiones, miles de fotografías, las cartas que escribió a Dolores del Río y a otras mujeres, discos y otros objetos que pronto serán puestos en exhibición para los visitantes
que cada 15 días recorren esa parte de la casa convertida ahora en museo.
“Para qué me pongo a luchar si este es mi hogar y tiene un interés enorme. Vienen viejitas a las que se les salen las lágrimas nada más de entrar. Yo no puedo contra eso, es la vocación de la casa”.
En tanto escribe su próxima novela, Magismo -basada en relatos y mitos indígenas- Adela prepara la celebración de sus 70 años, en diciembre próximo, con un ritual de confesión dedicado a la diosa Tlazoltétl, aunque ella -asegura- no tiene secretos.
Dónde
Casa – Fuerte de El Indio Fernández: Ofrenda 2012. Zaragoza 51, esquina con callejón de Dulce Oliva. abierta de primero al 18 de noviembre , de 17 a 23 horas. Cuota de recuperación: 60 pesos.