El miedo ha sido una constante en la historia de la ciudad, desde el miedo a contraer enfermedades como la peste o la lepra en la Europa del S. XI hasta caminar por barrios desconocidos o encontrarse en zonas sin iluminación; se trata básicamente de un miedo a lo desconocido, a lo inesperado.

 

En Europa y los Estados unidos los residentes temen que en sus barrios se asienten migrantes extranjeros o simplemente personas de “culturas distintas”, es el miedo a “los otros”. En Latinoamérica el principal temor es a la delincuencia, lo que ha traído consigo la proliferación de conjunto habitacionales cerrados y sobre vigilados así como de casas “bunker”.

 

De lo anterior se ha escrito y discutido mucho, pero también existe otro tipo de miedo, el miedo a la condición misma de la ciudad, es decir a la transformación, a la evolución, al desarrollo, a la renovación; es el miedo a la ciudad.

 

El cada ves más viejo discurso “nuevourbanista” habla de una ciudad integrada, del espacio público como espacio de interacción social, de la nobleza de los usos mixtos, de las ventajas de la densificación y de la ciudad incluyente. Sin embargo parece que ciertos sectores de la sociedad no solo no están de acuerdo con esta visión de ciudad, sino que simplemente se oponen a ella. Nuevamente el discurso se enfrenta a la realidad cotidiana.

 

Jordi Borja (2003) escribió: “… y en esta ciudad, o mejor dicho en cada una de ellas, conviven tres tipos de ciudadanos. Los que residen, es decir, que por lo menos duermen en ella, pagan impuestos y votan. Los que trabajan y estudian en ella, o requieren de sus servicios ordinarios, es decir, que la usan cotidianamente o de manera muy intensa y regular. Y los usuarios intermitentes o eventuales, los que acuden para consumir, para acceder a determinados servicios, para asistir a un congreso, a una feria o espectáculo…”

 

En términos generales podemos hablar de la existencia de dos formas en las que los ciudadanos entienden la ciudad: una, la ciudad propia, entendida como el lugar donde se habita (el barrio, la colonia). La otra, la ciudad ajena, aquella que no se habita o por la que simplemente se circula o se visita esporádicamente. Para el común de los habitantes la ciudad ajena bien debe transformarse y desarrollarse, la ciudad propia debe conservar sus cualidades a toda costa.

 

La ciudadanía, cuando se organiza a nivel local suele oponerse a todo tipo de transformación urbana, hay una reacción negativa sobre proyectos de oficinas, departamentos, centros comerciales, escuelas, edificios gubernamentales, gasolineras, estaciones de transporte publico, hoteles, y más recientemente de los parquímetros, de las bicicletas públicas, ciclovías e incluso de centros culturales. La también llamada vecinocracia suele organizarse “en defensa de su colonia” y contra al “cambio de uso de suelo”. Pero la negativa al proyecto urbano es únicamente para que no suceda en la ciudad propia, en la ciudad ajena puede hacerse prácticamente cualquier cosa.

 

Hay en nuestras ciudades una re-significación del miedo en donde los valores éticos de la corresponsabilidad urbana, el respeto y solidaridad al “otro” como usuario, al conciudadano, se han dejado de lado e incluso se ha tomado como instrumento discursivo de resistencia. La transformación urbana es percibido como una amenaza a los intereses particulares pero nunca los intereses comunes, suele argumentarse que el cambió “afectará mi patrimonio”, que “se perderá la plusvalía de la colonia”, que el barrio se llenará “de gente de fuera”, que habrá un “caos vial”, “que se terminará el agua”, que “los otros” no tienen derecho a vivir donde y como yo vivo, y si lo tuvieran, que lo hagan en otra parte.

 

Jung (1982) habla sobre la existencia de un inconsciente colectivo: “es lo creído siempre, en todas partes y por todos. Nadie puede vivir fuera del mito, y quien lo hace se queda sin raíces, excomulgado de su pasado y expulsado del presente”. En este inconciente colectivo, que en este caso podríamos denominar como “inconciente urbano”, prácticamente todo proyecto es visto como una amenaza y en principio es rechazado. En el fondo el razonamiento reside en el miedo a las externalidades negativas que la transformación pueda causar.

 

Todo proyecto urbano genera externalidades tanto positivas como negativas, ambas suelen ser tan grandes como la escala misma del proyecto, una nueva fonda en el barrio no impacta de igual forma que una sucursal del restaurante Arroyo, o un edificio de 8 departamentos no se compara a una torre de 400 unidades como la que se construye en Coyoacán. Sin embargo si el proyecto en cuestión esta bien realizado, cuenta con una escala adecuada al contexto urbano en el que se inscribe y se prevén las infraestructuras urbanas necesarias, no tiene necesariamente que generar externalidades negativas relevantes, de hecho generará beneficios tanto para la ciudad propia como para la ciudad ajena.

 

La principal externalidad positiva de un buen proyecto es la plusvalía del suelo, si los vecinos de las colonias Condesa, Polanco, Del Valle, Nápoles, Irrigación o Narvarte hubieran ejercido una fuerte oposición a la construcción de edificios de departamentos nunca hubieran visto incrementado el valor de su patrimonio en cerca del 40% como lo es ahora. De haberse opuesto, el incremento se hubiera generado en la ciudad ajena, ya que el crecimiento y desarrollo poblacional de la ciudad requiere necesariamente de una nueva oferta inmobiliaria.

 

En cualquier ciudad europea la mayoría de las personas estarían de acuerdo en que cerca de su casa se instalara una nueva estación del metro, que se abriera un nuevo restaurante o un café, en nuestras ciudades la opinión es contraria ya que las externalidades negativas de estos servicios difícilmente son controladas. Ambulantaje, acumulación de basura, ruido, ocupación ilegal del espacio público y un largo etcétera son consecuencia de estos proyectos y la autoridad de la ciudad no hace prácticamente nada para evitarlo o remediarlo. Tanto desarrolladores inmobiliarios como el gobierno de la ciudad deben ser responsables de preveer y controlar las externalidades negativas de los proyectos urbanos.

 

El ciudadano debe reconocer a la ciudad como algo cambiante, un territorio en constante transformación y evolución, un espacio compartido donde esté implícito reconocer que “el otro” simplemente es alguien desconocido; sin juicio de por medio, alguien que no puede ser visto como negativo ni positivo y mantenerlo en dicha condición. Una ciudad donde el proyecto urbano sea evaluado públicamente antes de ser negado o aceptado, pero para ello es necesario que lo proyectos tenga calidad y escala adecuada, que el promoviente, ya sea público o privado, sea capaz y esté obligado a medir adecuadamente sus externalidades, a sostener un diálogo real con la ciudadanía y no solo con el gobierno y los grupos de presión, y particularmente comprometerse a preveer las externalidades negativas como a realizar proyectos para mejorar el contexto en el cual se ubicará.

 

El barrio no debe temer ni defenderse de la ciudad, el barrio debe integrar a la ciudad y la ciudad al barrio, solo así se podrá generar la ciudad de todos. (FRAROSA/ANÁLISIS)

 

 

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