Hace mucho que no voy a Guerrero. Acapulco me recuerda a mis primeros años de juventud. Durante mucho tiempo viajaba de Madrid a México en verano. Una vez que llegaba ahí mis visitas a Acapulco eran frecuentes.

Fueron años de amores alocados, noches largas, tequilas eternos y ratos de sol que me quemaban hasta el alma.

La primera vez que fui a la Quebrada quedé fascinado. Ya era casi de noche y aquellos valientes clavadistas se lanzaban a las aguas del Pacífico con dos antorchas como testigos delante de los últimos haces de luz de un sol que todavía no se escondía. Ese fue Acapulco, ese, en el fondo sigue siendo Acapulco.

Entonces conocí a Mónica y nos casamos. Los veranos pasaron de Acapulco a Ixtapa. Nuestra luna de miel de hecho discurrió en aquel paraíso del Pacífico. Ixtapa, Ixtapita, se convirtió casi en mi segundo hogar. Era casi una religión pasar los veranos en Zihuatanejo. Allí viví noches de vino – ya no de tequila – con mi mujer y mi familia.

Aquella luna de miel fue al menos poco ortodoxa. Además de mi esposa nos acompañaron mis suegros, mis cuñados y sus respectivas novias y novios, los compadres de mis suegros con sus hijas y sus prometidos, y mi camarógrafo inseparable Julio González con su familia. Total, que terminó siendo una luna de miel de cerca de treinta personas.

Más allá de la anécdota, Ixtapa se convirtió en ese lugar del que ya nunca más querría separarme.

Mis recuerdos de Ixtapa y de Acapulco los atesoro y los llevo dentro, muy dentro. Ahora que estoy en Madrid recuerdo con gratitud a Guerrero por haberme dado tanto. Porque es mucho más que la mala imagen que tiene. Ixtapa, Acapulco, Taxco y otras muchas ciudades más, que pertenecen a Guerrero, son mucho más grandes que lo que se escribe de ellas. Por eso, siempre gracias.

 

     @pelaez_alberto