A través de las décadas, el arte, el pensamiento y la literatura han mostrado interés en el vínculo entre lo macabro y lo sublime. Una catedral gótica, por ejemplo, nos transmite la grandeza de Dios y su creación a través de amplias naves y magnánimas estructuras. Sin embargo, una ojeada al detalle de una gárgola—con sus cuernos, protuberancias y escamas, y el grito petrificado en su expresión—nos transporta a los rincones más recónditos del infierno, o de la imaginación humana.
El eterno antagonismo entre el bien y el mal ha sido prolífico. Distintas épocas han producido maestros en el tema, y la recepción de sus trabajos ha demostrado una atracción hacia lo siniestro por parte de las audiencias. Los círculos del infierno de Dante, los trípticos del Bosco con sus sórdidas almas en pena, y las hordas dedemonios del Paraíso Perdido de Milton han sido más admiradas, en especial en la modernidad, que sus respectivas representaciones del cielo y de lo sagrado. William Blake, otro experto en el área, atribuyó la elocuencia de los versos infernales de Milton a que, pese a sus fuertes convicciones religiosas, Milton era “un verdadero poeta, involuntario cómplice del diablo.”
En 1889 Dublín vio nacer a un estudioso de esta dicotomía. Harry Clarke fue un hombre pálido y delgado, de salud delicada y carácter sensible. Tuvo una educación Jesuita y a los catorce años se volvió aprendiz de su padre, quien decoraba iglesias y fabricaba vitrales. Su madre había muerto de tuberculosis años atrás. Clarke no tardó en dominar y perfeccionar la técnica del vitral, y poco a poco cruzó la frontera ambigua entre la artesanía y el arte. Ávido lector en su tiempo libre, Clarke hacía bocetos inspirados en sus pasajes literarios favoritos y así definió el vitral y la ilustración como sus áreas de creación artística.
Mientras estudiaba en la escuela de Arte de Irlanda, Clarke forjó un estilo fuertemente influenciado por el simbolismo francés, con su fascinación por la magia y el sueño en sus manifestaciones tanto lumino- sas como oscuras, sublimes y macabras. Las estilizadas formas del Art Nouveau se manifestaron en los azules y púrpuras intensos de sus ventanas, y los patrones intrincados de su arte vitral. La iconografía de la Iglesia Católica, fuerte influencia en todos los aspectos de la vida cotidiana de Irlanda, fue una generosa fuente de inspiración para ricas metáforas visuales. Los halos de sus santos, la textura de sus hábitos y la profundidad de sus miradas sólo palidecen en comparación a los cuerpos grotescos, deformes y terribles, de las almas en pena en el purgatorio de su vitral. En términos de William Blake, un verdadero poeta.
Su carrera como ilustrador pone en evidencia no sólo su habilidad como artista plástico, sino su sensibilidad como lector. Su primer encargo fue ilustrar el libro de cuentos de hadas de Hans Christian Andersen. Si hay algo que sus ilustraciones ponen en evidencia, es la corriente oscura que subyace la magia y el romance de los cuentos infantiles. La batalla entre el bien y el mal, la ambivalencia, el peligro y la incertidumbre de la vida están latentes en cada conflicto con una madrastra malvada. Y la muerte hace una aparición estelar en cada ilustración de Clarke.
Con forme su carrera avanzaba y su salud se deterioraba, su interés en lo sórdido creció a costa de su interés en lo sagrado y espiritual. Su arte estaba plagado también de sensualidad y erotismo. Creaba figuras monstruosas compuestas enteramente de genitales poliformes, y poco a poco se hizo de un mal nombre en la sociedad irlandesa de fuerte moral católica. Pero su reputación como artista se consolidaba a pasos agigantados.
Admiraba a Baudelaire y los poetas malditos, y cuando se le encomendó ilustrar los cuentos de Edgar Allan Poe, Clarke hizo evidente su afinidad con el escritor. Legendario expositor del lado más sórdido del alma humana, Poe vio el halo misterioso de sus personajes retratado en los grandes ojos de las figuras esbeltas de Clarke, cuyas caras pálidas siempre tienen un aire cadavérico. Los detalles y patrones intrincados de las ilustraciones pueden ser vistos incluso como un paralelo a la prosa de Poe, con sus característicos adornos retóricos, calculados y meticulosos.
Su último encargo como ilustrador fue el Fausto de Goethe. Su sensibilidad como lector y su constante batalla interna entre lo luminoso y lo oscuro lo llevó a identificarse profundamente con Fausto. Clarke presentaba inicios de tuberculosis, y tal vez podemos aventurarnos a imaginar que temía por el porvenir de su alma; como resultado, sus representaciones gráficas de Fausto son casi autorretratos.
Cuando falleció en 1931, Clarke era repudiado por el conservador gobierno irlandés. Pero el impacto de su obra era palpable en el continente. Su fama póstuma no alcanzó la talla de sus contrapartes franceses pero su legado nos recuerda el vínculo intrínseco entre el arte y la literatura, el bien y el mal, el erotismo y la muerte.