La palabra ya no sorprende. El fenómeno, tampoco. Lo verdaderamente nuevo es la manera en que se ha colado en el centro del debate público; pues hoy ya no hablamos de rareza local, sino de algo que ya está ocurriendo. Y más que ser juzgada, la gentrificación necesita ser comprendida; ya que no es un fenómeno exclusivo de la Ciudad de México ni un mero conflicto entre “los que llegan” y “los que estaban”.
En un mundo cada vez más conectado, hay extranjeros viviendo aquí, como hay mexicanos viviendo allá. Por lo que el verdadero problema no es quién llega, sino a qué tipo de ciudad están llegando y a quién sigue dejando fuera. En la capital, por ejemplo, cada año más de 20,000 hogares son expulsados por no poder pagar una vivienda.
Esta presión nace del desequilibrio entre oferta y demanda, entre planeación y mercado. Sin embargo, no se trata de buscar culpables. Hacerlo, además de injusto, es políticamente miope; pues convierte la frustración en prejuicio. Culpar al extranjero, no cambia la realidad. Pero ignorar el malestar de quienes ven transformado su barrio de un día para otro también es un error.
Hace apenas unos años, era posible encontrar vivienda a precios razonables. En ciudades como Saltillo o Monterrey, la expansión industrial modificó los mercados locales. En la Ciudad de México, algo similar ocurrió con la llegada de nómadas digitales. Con ellos, se transformaron los usos, los comercios, los ritmos de los barrios. La vida cambió. Pero también se encareció.
Sin duda, la falta de regulación y de políticas públicas, ha abierto la puerta a la desprotección de los más vulnerables. No obstante, también es cierto que, bajo ciertas condiciones, la gentrificación puede tener efectos positivos como revitalizar zonas, atraer capital, generar empleo o mejorar servicios. Es decir, el problema no es la transformación en sí, sino el desplazamiento involuntario.
No se trata de prohibir la transformación ni de detener la inversión. Pero tampoco se puede seguir apostando por un modelo donde el acceso a la vivienda sea un privilegio de unos pocos. Como se menciona en The Biggest Myth About the YIMBY Movement, un artículo publicado por The Atlantic, esto va más allá de un simple debate. La falta de viviendas alimenta la crisis del costo de vida y refuerza la segregación geográfica.
En los últimos años se han anunciado medidas. Berlín congeló rentas; Barcelona prohibirá los alquileres turísticos en 2028; Nueva York y San Francisco aplican topes de renta y fomentan vivienda social. En México, las respuestas han incluido construcción de unidades habitacionales, expropiaciones con fines sociales, simplificación de trámites, rehabilitación de conjuntos históricos y restricciones al uso de inmuebles para estancias cortas.
En todos los casos, el mensaje es claro: sin intervención, la ciudad se vuelve inhabitable; pero el desafío no es sencillo. ¿Cómo regular el mercado sin ahogarlo? ¿Cómo proteger a los residentes sin paralizar el desarrollo? Y lo digo, porque al final, la gentrificación no es sólo un fenómeno económico, es también una pregunta política.
- Consultor y profesor universitario
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