En un entorno donde la soberanía alimentaria se ha convertido en un concepto tan repetido como tan poco comprendido, México sigue viéndola como un horizonte lejano; pues hoy la dependencia del país no es sólo un dato económico: es un signo de vulnerabilidad estructural. Cabe tan sólo mencionar que en 1980, México importaba apenas el 11% de los alimentos que consumía; para 2011, esa proporción se había elevado al 50%, y hoy alcanza aproximadamente el 57%.

La ecuación es aún más frágil si se mira el insumo base de la producción agrícola. Nuestro país importa cerca del 65% de los fertilizantes que requiere el campo mexicano. A ello se suma una realidad que trasciende los indicadores: casi un ⅓ de la población mexicana vive con inseguridad alimentaria.

Y, sin embargo, entre las grietas de este modelo, se comienzan a asomar iniciativas que buscan cambiar la dirección. En ese sentido, me parece que vale la pena destacar una ellas: la alianza entre Gruma y el Centro Internacional de Mejoramiento de Maíz y Trigo, que dio origen no sólo a la primera generación de Técnicos Certificados en Agricultura Sustentable, sino también a un programa que logró incorporar prácticas sustentables en más de 1,900 hectáreas.

Su objetivo fue más allá de la capacitación. Buscó construir un modelo replicable que combinara evidencia científica con práctica agrícola, midiera la sustentabilidad en la producción de maíz y fortaleciera las capacidades locales. Es decir, hizo de lo técnico algo estratégico, convirtiendo a cada integrante en un puente entre el conocimiento y las necesidades territoriales, con el fin de encontrar mecanismos para regenerar suelos, optimizar el uso del agua y reducir la dependencia de insumos externos.

En ese marco, considero que la relevancia de este tipo de iniciativas radica en su carácter pragmático, ya que la sustentabilidad no puede seguir siendo un accesorio reputacional ni un componente marginal de la política agrícola. Se trata de una condición esencial para la estabilidad económica y social del país; pues hoy, el desafío no consiste únicamente en producir más, sino en producir mejor mediante la integración de prácticas que reduzcan la vulnerabilidad climática y fortalezcan las capacidades locales.

Y aunque si bien un manejo sustentable no revertirá de inmediato décadas de rezago estructural, sí puede contribuir a disminuir la vulnerabilidad del sistema productivo y recuperar parte de la autonomía perdida. Frente a estas circunstancias, resulta evidente que hoy más que nunca es necesario celebrar este tipo iniciativas que, aún desde enfoques distintos, permiten avanzar hacia la consolidación de la soberanía alimentaria.

Esto no implica replicar modelos del pasado ni aislar la economía, sino construir una política capaz de integrar —de manera eficaz y eficiente— todos los factores involucrados: productividad, innovación, sostenibilidad ambiental y justicia social; ya que sólo mediante una estrategia bien articulada y de largo plazo, será posible reducir la dependencia estructural y garantizar un futuro alimentario más equitativo.

 

Consultor y profesor universitario

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