Los gobiernos de Estados Unidos y de la Unión Europea se encuentran con dificultades para aprobar los presupuestos del próximo año. Las deudas de los gobiernos son tan elevadas que lo que desean los burócratas es incrementar la recaudación bajo cualquier tipo de receta para equilibrar las cuentas. Obama y Hollande desean que los ricos paguen más impuestos; Merkel desea recortar el gasto burocrático. Ambas posiciones generan toneladas de discusiones por minuto. Pero la pregunta que es devorada por la cotidianidad de lo banal es: ¿Qué tipo de economía tenemos en el siglo XXI? ¿Vale la pena ser vivido por los dogmas económicos del siglo pasado?
El padre de la economía lúdica es el hoy apóstol de la transmodernidad, Steve Jobs. Las coordenadas de vida son: elevadas dosis de esteticismo y de ocio, conjugadas por la creación de un sector de ficción en donde lo insólito sucede en la cotidianidad, por ejemplo, que las quincenas de millones de trabajadores se comprometan a pagar sobre precios de productos y servicios de muchos sectores a costa de sacrificar su futuro.
La economía, desde hace décadas, dejó de interesarse por las industrias pesadas. La intangibilidad y la especulación se convierten en el binomio preferido de la economía lúdica. Si la escasez fue la razón primigenia de la economía, el ocio –hoy- es su razón de ser.
David Cronenberg, en la película Cosmópolis, refleja el patrón de vida del millonario neoyorquino cuya visión hermenéutica es una limusina equipada con WiFi y múltiples pantallas, que cruza Nueva York para que él ingrese a una peluquería. Su preocupación es el precio del yuan. Frente a él, las ratas comienzan a tomar relevancia, tanta que el dólar termina por cotizarse a un precio muy bajo frente a ellas. Ser millonario se correlaciona con el mundo financiero. Fuera de éste, todos somos miserables.
Los iconos de la economía lúdica detonan el crédito. Ser o no ser tiene su símil pirata: aparentar o no aparentar. Los ornamentos son la industria más importante de la economía lúdica.
Obama está entre Merkel y Hollande. La diferencia es que es su pedagogía la hace a través de Twitter. El francés y la alemana utilizan a las manzanas para justificar sus decisiones. El de Estados Unidos recurre a los hashtag para negociar con el Congreso: #My2K.
Hollande piensa que Citroën Peugeot requieren de la mano visible del Gobierno para sobrevivir; Obama sabe que Google es el monopolio de los nodos peatonales del mundo, capaz de someter a muchos sectores como por ejemplo, el de los periódicos y revistas; televisiones y estaciones de radio; empresas consultoras y un enorme etcétera. El conocimiento también tiene marca.
La economía global lleva 5 años embrollada en los ya clásicas multivariables del déficit. Por una parte, sectores torales como el hipotecario encontró su quiebre el día en que un brillante banquero decidió que dicho sector se podía plastificar como si de tarjeta de crédito se tratara. De la noche a la mañana, todos podían obtener una hipoteca con el simple hecho de soñarla. Las externalidades negativas fueron enormes. Los precios relativos se depreciaron bajo las expectativas de que todos los segmentos de la población podían comprar cualquier tipo de bien a través del crédito. Al mismo tiempo, los gobiernos comenzaron a sufrir la optimización de la economía ingrávida, no es otra cosa que asimilarse a una realidad no dominada por los sectores clásicos (pesados). Ambos fenómenos concibieron a una banca endeudada circunscrita a agentes desconfiados. Pocos confían en los bancos y pocos bancos confían en los agentes que toman decisiones. La resultante es la crisis de los déficits.
El modelo de negocio de Twitter es el mejor ejemplo del caos. Sus creativos son unos hipsters que viven de las felicitaciones. Llegaron después de Facebook, empresa estafadora de identidades cuyo negocio es la venta de minería de datos. Hablemos de manzanas.