Jacques Delors la describió como un objeto político no identificado. En 1991, el ministro de exteriores belga Mark Eyskens, la definió de la siguiente manera: “Es un gigante económico, un enano político y un gusano militar”. Robert Kagan, uno de sus críticos ideológicos, reconoció la semana pasada que ella es “un milagro geopolítico, algo que nunca más ha ocurrido”. Pero la definición más “tangible” sobre de ella la dio un estudiante polaco: “La paz en Europa es como el aire”.

 

En efecto, se trata de la Unión Europea, el modelo político más exitoso del siglo pasado. Difícil de creer tal aseveración en nuestros días, cuando en 17 países que tienen el euro, sufren una de las peores crisis económicas de la historia: en España uno de cada cuatro personas con edad de trabajar carece de empleo; Portugal, Irlanda y Grecia han sido intervenidos por la troika, ese “monstruo” de tres cabezas que hace las veces de quimioterapia que carcome segundo a segundo al tejido social europeo; Francia ingresa a una etapa crítica de sus finanzas; las primas de riesgo colapsan la confianza; las deslocalizaciones han dejado de ser un fenómeno sorpresivo, ocurren dentro del mapa de la cotidianidad; las empresas birlan a los estados un billón de euros anuales al sortear sus compromisos fiscales.

 

Tampoco escapa de la incredulidad coyuntural el argumento cultural: los nacionalismos afloran a través de partidos políticos; los odios incubados en el desempleo lo hacen a través de la discriminación alimentaria, como lo hace el colectivo griego Amanecer Dorado que promete entregar comida de manera exclusiva a los ciudadanos griegos que la necesiten.

 

Del lado de la civilización, se sabe que la ruptura con el etnocentrismo es el basamento de la cohesión, fuente del geocentrismo que apunta al desdoblamiento de una cultura fortalecida y enriquecida por la diversidad. Quienes lo saben, principalmente, son quienes experimentan el beneficio de las becas Erasmus: los italianos que viajan a Grecia a estudiar unas materias a Alemania; los irlandeses que hacen lo propio en Bélgica; los franceses en Portugal; los húngaros en Polonia; los daneses en Holanda y así logarítmicamente; europeos enredados en la universidad. Poco a poco, la cultura se les ensancha gracias al conocimiento que solo la experiencia otorga.

 

Desde México, resultan invalorables tres éxitos de la UE: de ser un continente belicoso, Europa ha transitado hacia un estadio pacífico; la ruptura de fronteras y la unión monetaria. Su gran pendiente: la política exterior. Se dice fácil. Todo nació en lo pactado por seis países en 1957: Alemania, Italia, Bélgica, Luxemburgo, Francia y Países Bajos firmaron, a través del comercio, la paz idealmente perpetua. El carbón y el acero, transformados en armas nunca tendrían que ser apuntados por europeos hacia europeos. Cincuenta y cinco años después, el objetivo pacífico se ha cumplido. Desde 1410 no ocurría.

 

En México, el legado revolucionario heredó un país encerrado en sí mismo, donde el demonio vive en los otros, es decir, en los extranjeros. Imposible pensar en la cesión de soberanía, acto impúdico y pecado carnal según La Jornada (los alemanes, por ejemplo, cedieron el marco a cambio del euro -difícil encontrar un vehículo soberano tangible que la moneda-); los nuevos símbolos del patrioterismo se encuentran en las escaletas hiperbólicas del teacher, López Dóriga: mexicanos formados al grito del Noticiero, en el color de las corbatas, en las marcas chinas de las vírgenes de Guadalupes de plástico y, por supuesto, en las Chivas fascistoides de Guadalajara donde la sangre de sus jugadores debe de ser tricolor.

 

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