El sol se levantaba en el extenso cielo. La gente cruzaba la calle: unos miraban las estructuras y formas del Palacio de Bellas Artes. Y yo era ese tipo que pasaba desapercibido. No importaba si caminaba o no caminaba por allí.

 

De hecho, creo que ningún peatón importaba tanto como para que alguien dijera: “él recorría la calle con suma paciencia, se deleitaba contemplando la magistral arquitectura de los edificios de bellos contornos. No, no importaba tanto mi presencia como la de cientos de transeúntes que iban a toda prisa, como si esa fuera su última oportunidad para cruzar la calle para llegar a su destino.

 

Ese día caminé por el eje Lázaro Cárdenas. Compré el diario, en la portada pude leer “se consignó ya a 69 personas…”, frente a la Plaza Garibaldi una señora picaba cebollas, los muchachos de la tienda de zapatos lavaban la banqueta. Mientras, una chica pasó corriendo cerca del puesto de tacos, pude ver como sus dos guanábanas se agitaban bruscamente mientras dos viejos se platicaban entre sí en la entrada del Museo del Tequila.

 

Todos hemos caminado en la calle sin fijarnos en donde ponemos el pie. Y ese día lo constaté. Pude ver a muchas de esas personas que están aquí en el mundo y a la vez no están.

 

Desayuné en el Café La Blanca. Entrando al establecimiento una señora me atendió con amabilidad. Bebí un sorbo de mi café y continuaba leyendo el diario “…se indaga quién o quiénes están detrás…” Unos señores de corbata charlaban animados en la mesa del fondo. Disfrute cada platillo, sólo hizo falta un poco de salsa habanera.

 

Desde adentro veía pasar los coches que no hacen ruido. Allí lo único que podía oír eran charlas, risas, planes, nostalgias. Me sentí solo.

 

Me acordé de aquella mañana en que vi por primera vez cómo se acercaba una ola en la playa de Puerto Arista, esa vez me sentí lejos del hogar.

 

En el diario solo había violencia ¿Cómo podemos vivir dentro de la violencia? ¿Cómo puedo desayunar con tal calma cuando mi prójimo tiende la mano a todo aquel que ve pasar en la entrada del Metro? En ese preciso instante algo se movió dentro de mí. Algo me dolía, un dolor al que no pude identificar su ubicación exacta en el cuerpo.

 

Pedí la cuenta. Al salir del establecimiento, un coro de voces me hablaba al oído en diferentes tonos al mismo tiempo. Los carros que pasan, los choferes desesperados que tocan el claxón, una señora que jala a su hijo porque no camina de prisa, el niño llora y yo miro. Sólo miro, miro solo.

 

Allí está el Palacio de Bellas Artes surgido del antiguo Teatro Nacional: hasta los edificios cambian.

 

Alguien dijo alguna vez que lo único permanente es el cambio y sospecho que es cierto porque ahora estoy frente a la Alameda recién rejuvenecida.

 

Una señora carga una bolsa, una pareja de muchachos con uniforme escolar unen sus bocas en un encuentro cálido y húmedo. La mano del e´recorre la textura de la falda de ella. Expresan que se sienten en comunión, en un instante borran toda presencia para entregarse al goce de los labios. Los policías charlan gustosamente desde su posición de guardia.

 

Yo camino y observo la alegría de los niños. De pronto una señora grita y dos policías corren a auxiliarla. Un ladrón corre a toda prisa, los agentes corren y persiguen al hombre que huye con la cartera en la mano. En cuestión de segundos la gente enfocó la mirada en tan fantástica acción.

 

Otros policías salen a escena. Todos los hombres de azul corren tras ese ser flaco que huye como venado delante de perros cazadores. Las señoras dicen “se les escapa”, los señores anticipan

“saltará la barda”. Un policía se lanza con la intención de hacer una tacleada, el perseguido se escabulle magistralmente al brincar la barda.

 

Las señoras muerden el puño izquierdo. Y los muchachos que huyeron de la escuela se siguen besando. Los extranjeros toman fotos. Yo trato de no perder ningún detalle del escape. La escena continúa. Un policía salta la barda, y así sucesivamente los otros lo siguen. No logro ver nada más. Se apoderan de mi ansias por saber qué ocurrió donde mis ojos ya no pudieron mirar.

 

Minutos después los hombres de azul volvieron a sus puestos como si no hubiera pasado nada. No se les notaba ningún indicio de que sintieran que fueron superados por un ladrón que roba en un sitio donde los policías se rascan la panza de vez en cuando.

 

Todo volvió a la normalidad. Un señor se toma fotos junto a la fuente. Los muchachos terminaron el beso prolongado, se miran de frente y sonríen.

 

Camino hacia el oeste. Un señor toca su guitarra, las familias caminan con parsimonia. Aquí no ha pasado nada.

 

Los policías aguardan de extremo a extremo la inmensa Alameda. La estatua de hermosos bustos permanece dándole la espalda al sol que rebasa el mediodía, mientras a su alrededor todo sucede.

 

Mientras más allá de su alrededor todo sigue sucediendo: ella sigue allí, inmóvil, sin sentimientos.