El presidente ruso realiza una campaña de defraudación fiscal en Francia a través del otorgamiento de pasaportes. La realidad así lo demanda. Pagar impuestos en tiempos de sequía monetaria puede provocar serias patologías de la infelicidad: depresión, fuga de lágrimas, nacrolepsia, híper tensión mediática, entre otras.

 

En la estrategia de Putin subyace un malestar reprimido en contra del presidente François Hollande, sin embargo, la geometría de la política le permite sortear la línea recta con la que se enfrentan cara a cara dos rivales. Putin optó por el triángulo para combatir a Hollande; el vértice elegido se llama Gérard Depardieu, el simpático actor que lo mismo orina en zona pública de los aeroplanos que hipnotiza a cinéfilos globales con sus capacidades histriónicas.

 

Hollande incluyó en sus promesas de campaña la cifra 75%; se refería que el impuesto a los millonarios de capital subiría de 49% actual, al 75%, gravable desde el primer céntimo de euro posterior del millón de euros que se embolsen cada uno de los millonarios franceses. Ahora, el Consejo Constitucional le prohibió al presidente aplicar el impuesto por considerarlo confiscatorio; hasta cierto punto injusto por ser aplicado a personas con nombres y apellidos de millonarios, en palabras más claras: un impuesto (misil) teledirigido no representa una acción democrática.

 

Demasiado tarde, la sátira ya había iniciado.

 

Para Depardieu, los ideales revolucionarios son parte de soflamas etnocentristas que perturban la sinfonía de la globalización, y hasta cierto punto, las bases fundacionales de la propia Unión Europea; libertad, igualdad y fraternidad son antagonistas del espíritu de la libre circulación sobre las carreteras del europeísmo. Los incentivos económicos superan a los sentimientos de la nación. Así que el actor se rindió frente a la oferta del presidente ruso.

 

El caso Depardieu servirá de precedente para la distópica desaparición de países. Las banderas distorsionan a los mercados de los valores financieros. Desterritorializarse será muy pronto una realidad: Pase a la ventanilla 5 para tramitar su enojo con el presidente que le quiere cobrar la mitad de su sueldo; Pase a la ventanilla 7 para conseguir vía fast track su residencia en Siberia; Pase a la ventanilla 11 para vivir en un duty free.

 

Conquistar un duty free es la ilusión de todo auto desterrado; comprar en ellos, es una conquista justiciera para gente como Gérard Depardieu. Si ayer a los paraísos fiscales fueron parques temáticos de la felicidad, hoy, países como Irlanda y Bélgica, intentan convertirse en enormes duty free para empresas como Google, Amazon, Gérard Depardieu, la familia Mulliez (dueña de las tiendas de autoservicio Auchan y de la deportiva Decathlon), Bernard Arnault (propietario de un ejército de marcas de lujo como por ejemplo, Louis Vuitton), Alain Delon y la modelo Laetita Casta, entre muchos otros. Y es que vivimos en una época en la que la felicidad se encuentra correlacionada con los fraudes fiscales: a mayor cantidad no declarada a Hacienda, la felicidad crece.

 

Hoy, los gobiernos abren sus cajas fuertes y se encuentran con pagarés. De Obama a Rajoy y de Cristina Fernández a Antonis Samaras la política fiscal apunta al incremento de impuestos antes que al recorte de gastos. De ahí que el incremento de delitos fiscales se incremente hasta los límites que convierten en sátira a sus protagonistas. En el mundo de Gérard Depardieu no existen banderas fiscales ni sentimientos ridículos de nación. Para él, lo importante es vivir en un duty free aunque se tenga que postrar para besar la mano de políticos autocráticos como Vladimir Putin.

 

Cuando personajes como Robert Schuman y Jean Monnet se imaginaron, a lo que hoy conocemos como la Unión Europea, muchos pensaron que sería imposible. Uno mundo sin fronteras pertenece a las entelequias pacifistas. Sesenta años después, Gérard Depardieu nos obsequia un fragmento de una distopía interesante: la conquista de países por parte de los duty free, o si se prefiere, la desaparición de países.

 

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