En México los ciudadanos ya debimos aprender que el manejo del dinero público -nuestro dinero- no debe estar sujeto a promesas o a simples voluntades de políticos y gobernantes en turno. Que es imperioso que el uso y destino de los recursos públicos responda a leyes y reglas establecidas y supervisadas por los ciudadanos a través de órganos públicos competentes y alejados de cualquier conflicto de interés.
Sólo basta recordar que en 2009, el año en el que México se sumió en la mayor depresión económica desde 1995 con una caída del PIB superior a 6%, el Congreso aprobó el mayor presupuesto de gasto de su historia para el año fiscal 2010.
En pleno año de crisis económica, con una población que vio erosionado su ingreso real y con millones de trabajadores que perdieron su empleo, los legisladores y líderes políticos acordaron incrementarse, sin ningún pudor, sus gastos corrientes tanto en el gobierno federal, como en los gobiernos locales, en el propio Congreso, en el Poder Judicial, así como los recursos que se entregan a partidos políticos y sindicatos, entre otros, y que no redundan en la productividad ni mucho menos en la competitividad de la economía.
En octubre de ese año los legisladores acordaron incrementar el IVA de 15% a 16%, el Impuesto Sobre la Renta a las personas físicas de 28% a 30% en su tasa máxima, y el Impuesto a los Depósitos en Efectivo (IDE) de 2% a 3%. Todos estos incrementos en impuestos se hicieron bajo la justificación de que se requiere fortalecer el ingreso fiscal del gobierno para enfrentar las crecientes necesidades de gasto de la nación.
Sin embargo en ese 2009, año de crisis, como ocurrió en los años anteriores, ningún partido político, ni gobernante en turno, ni fracción legislativa, se propuso plantear reformas legales amplias y de fondo para la rendición de cuentas y la transparencia sobre el uso que hacen de los recursos públicos ante la ciudadanía.
El resultado fue el mismo de siempre. Allí están las cuestionadas deudas que asumieron estados y municipios por decisión de gobernadores, presidentes municipales y políticos locales entre 2010 y 2012. Muchos de ellos bajo sospechas de corrupción e incluso con acciones fraudulentas de funcionarios públicos, sin mayores consecuencias legales.
Con estos antecedentes inmediatos es que llama la atención leer ahora en el Pacto por México -suscrito por Enrique Peña Nieto y los tres principales partidos políticos- que el compromiso 71 sobre eficiencia del gasto público y transparencia está sujeto a la aprobación de la reforma fiscal. Y, otra vez como en 2009, nos preguntamos: ¿Acaso no es obligación moral de los políticos y de los gobernantes rendir cuentas de forma transparente a la ciudadanía sobre el uso que hacen de nuestros recursos, con o sin reforma fiscal?
Ya sabemos de antemano que la reforma fiscal significa más impuestos para sufragar más gastos de los gobiernos en el futuro. Entonces, ¿por qué pedir más dinero a los ciudadanos, sin que antes gobernantes y políticos elegidos por los ciudadanos firmen compromisos y leyes de fondo con la rendición de cuentas y con la transparencia de cada peso del dinero público que se les entrega?
Si Peña Nieto prometió colocar al ciudadano en el centro de las decisiones de política pública, su reforma hacendaria ha comenzado con el pie izquierdo. Esperamos que rectifique.
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