La popularidad, en el siglo XXI, es el cáncer de la vanidad. Hubo una vez en que la orientación de las políticas públicas se sustentaba en estudios demoscópicos. Los datos como fuente primigenia del conocimiento. Sin embargo, un fenómeno hizo mutar al uso de la demoscopia: la era del espectáculo.
Los políticos se percataron que las percepciones del mundo del espectáculo eran transferibles hacia sus personas. ¡Por fin!, respiraron los actores políticos. Los rasgos mediáticos son prótesis que se adquieren en consultorías de media training. Mover a masas requiere de saberlas domesticar. Como los perritos del parque México que son educados para ser rehenes de los dictadores del capricho infantil.
Mariano Rajoy encarna al hombre que día a día pierde rating. Los recortes en el gasto público y la eclosión de impuestos, le derribaron la escasa popularidad con la que llegó hace un año a la presidencia española. Las sensaciones de las crisis económicas se multiplican con la inexistencia de liderazgos. Los rasgos de Rajoy obedecen más al burócrata que trabaja 15 horas encerrado en una oficina, con tres horas para comer, que la de un líder que se echa bajo su espalda a todo un país. Las percepciones que genera Rajoy son las de un hombre que huye de las decisiones; se esconde; no habla en público; es un abuelo joven.
El 74% de los españoles reprueban su gestión (Metroscopia, El País, 13 de enero). La intención de voto del Partido Popular (PP) es del 29.8%, la más baja que haya tenido un partido en el gobierno desde que inició la democracia. Se sabe que a Rajoy poco le importan las encuestas. Hace bien. Lo mejor es ignorarlas cuando se tienen evidencias que la vida productiva de los presidentes es menor que la de los boxeadores. Así lo vimos recientemente en Grecia y en Portugal, y así lo hemos visto siempre en Italia. Lo política es el arte de lo efímero.
El problema no es Rajoy, es España. Algo más, el grave problema en España hoy, no es económico, es autonómico. Artur Mas (presidente de Cataluña) y Mariano Rajoy no se hablan, se distancian. Oriol Junqueras, presidente de Esquerra Republicana cooptó a Artur Mas durante el aventurado adelanto de elecciones catalanas en noviembre pasado. Mas jugó a la ruleta rusa con tal de quitarse de encima al Partido Popular, su socio durante la corta legislatura (dos años de cuatro). A cambio, Esquerra le otorga a Mas un discurso incendiario con utilidad cortoplacista. Mas lo necesitaba, pero lo que no sabe, es que la ruta crítica de Junqueras concluye en el despeñadero.
Mas y Junqueras saben que su espíritu independentista fracasará no por Rajoy, sino por una mayoría de catalanes que no está de acuerdo en la independencia. Sin embargo, lo que sí espera Artur Mas es mayor soberanía fiscal, es decir, que los impuestos que paguen los catalanes no salgan de Cataluña (modelo vasco). Lo que no evalúan Mas y Junqueras es que el viaje soberanista será largo, demasiado cuando una crisis económica produce más desempleados que esperanzas. Uno de cada cuatro españoles no tiene trabajo y dos de cada cuatro jóvenes tampoco.
La corrupción se ha convertido en una especie de saga; las historias del Rey reflejan la fisura histórica de su ejercicio; la propia corrupción en el interior del partido hermano de Mas, Unión Democrática, ha convertido en zombi a Durán Lleida; documentos apócrifos emitidos desde el ministerio del Interior, con los que el periódico El Mundo reveló corrupción en el partido de Mas, Convergencia i Unió, en especial, de figuras como uno de los hijos de Jordi Pujol, icono de la política catalana después de haber gobernado por más de 20 años, le agregan más ingredientes a la crisis de la dialéctica nacionalista entre Rajoy y Mas; y un largo etcétera, arrinconan a los políticos al fondo de un laberinto.
En España lo mejor es no leer las encuestas. Un decreto tendría que llegar del mundo del espectáculo, por ejemplo de la revista Hola, para pedir exclusividad en la medición del rating.