I.
Mathias Goeritz buscó, desde siempre, a la pureza. Tejió redes ideológicas confusas, muchas de ellas incompatibles (“el Dadá cristiano”, le decían), para alcanzar un estado de santidad ética y estética que lograra sintetizarse en algún espacio: en un lienzo, en una escultura o en una capilla. Goeritz alimentó posturas distintas que ligaban, inexplicablemente, los trazos de su vida espiritual con sus fronteras creativas.
Por momentos, se confesaba harto de no lograrlo.
Así forjó la organización de un grupo legendario —digamos transgresor para caer en lugares comunes— llamado Los Hartos, que recisaba abolir el espíritu más “egoísta” de los postulados del arte contemporáneo en la búsqueda de individualizar, normalizar y comprometer más al espíritu en los procesos de creación imperantes. Amanecía la década de 1960 y había en ellos una emoción esesperada —indicativa desde su nombre— que habrían de plasmar en una exposición única.
El arte se desprendía, más y más, de la cotidianidad. Las galerías mexicanas parecían inundar sus arcas con el patrimonio de las élites, el juego del muralismo se había institucionalizado en las cúpulas del poder autoritario y los sobrantes creativos respondían más a los postulados “del bluff y de la broma artística, del consciente y el subconsciente egocentrismo”que a otra cosa.
En la muestra debut de Los Hartos, sucedida en la galería de Antonio Souza el 30 de noviembre de 1961, se repartieron panfletos-manifiesto con las quejas ya mencionadas, que si bien resultaban indescifrables por momentos, podían ser traducidas en la generalidad antes citada.
Goeritz buscó la pureza del hartazgo en compañía: además de su figura, manejada como la del “hintelectual” de la exposición, invitó a Pedro Friedeberg (“harquitecto”), a José Luis Cuevas (“hilustrador”), a una “hama de casa” que algo cocinó a manera de obra y a un
“haprendiz” de siete años de edad, entre otros. Las obras carecían de toda solemnidad e iban de la basura acumulada, a un huevo puesto por un “have”, un artista más del grupo. En otros lugares de la sala, se podía ver un cuadro que tenía algunas pocas líneas dibujadas y se acompañaba de una montaña de vegetales.
El escándalo, por supuesto, detuvo los calendarios de exhibición de inmediato; pocas horas después, el evento se habría cancelado. Actuando con evidente trasfondo dadaísta, Los Hartos buscaron empero distanciarse del mítico movimiento europeo dado su hartazgo de “la aburridísima propaganda de los ismos y los istas, figurativos o abstractos”. Nada, pues, para complacerlos. Quizá de ahí el camino trazado para alcanzar el fin último de la pureza: no dar concesión alguna. El fracaso, acto rebelde, era para ellos
la bandera del éxito.
II.
El velo de la historia ha dado a Los Hartos una trascendencia inexplicable. Se citan como precursores indiscutibles del conceptualismo mexicano y como mártires anecdóticos de una noche (¡nada más una!), la cual bastó para colocarlos como temerarios incomprendidos que buscaban expandir los límites del arte hacia los lenguajes que, hoy por hoy, no son comunes.
Pareciera como si en ellos hubiera una propuesta mejor sustentada que la que plantearon; como si se antojaran como algo más que un producto contradictorio y vacío en la búsqueda perpetua que Goeritz emprendió para ligar su amor profundo por lo cotidiano y lo colectivo (vale recordar aquí su mote del “Dadá cristiano”). Pero…, ¿en verdad hay algo que rescatarles?
Se entiende el rescate de Los Hartos si se mira desde una perspectiva cronológica. Si algo ha caracterizado al arte contemporáneo es su deseo permanente de renovación; el ánimo de transgresión se ha izado como la bandera rutinaria, en donde más allá de la propuesta estructurada, existe el gusto por la leyenda de la “destrucción creativa” y el rechazo constante a los pasados inmediatos. En la
contemporaneidad, todos resultan hartos. Todo artista arranca sus procesos en actitud reactiva ante lo que sucede dentro de sus círculos.
En este contexto, es natural que aparezcan dinámicas circulares, ya viciadas, que repiten la misma lógica: aparecen hartos de los
antes hartos, que a su vez generan hartos de los hartos de los hartos, creando una relación dialéctica que sigue, más que las capacidades de la reproductividad técnica (Benjamín dixit), las formas de la reproductividad del hartazgo. Así
es como nos acomodamos ahora, en esa desesperanza.
Se apuesta poco, ahora, por un cuerpo de trabajo que no sea referencial; esto es, por una obra que no busque comentar nada
acerca de otra obra, o, cuando menos, que no busque abatir lo planteado por otras mentes creativas por el simple hecho de poder abatirlas. Es distinto, aunque se entienda poco, reflexionar sobre el fenómeno del arte que abolirlo de un plumazo para regenerarlo completamente. Y eso último es lo que hacen los que se dicen “hartos”, tan pretenciosos.
III.
Lo trágico de nuestra historia, para la actualidad y para el futuro, es que no hay marcha hacia ningún lado: alabar las usanzas del pasado (digámoslo así: cuando el hartazgo tardaba décadas enteras en convertirse en acción creativa) sería proponer una nueva forma de abolición, declararnos como nuevos hartos, y mirar así hacia el futuro. En cambio, decir que no estamos
hartos del hartazgo podría interpretarse como una nueva propuesta, “transgresora”, desde el hartazgo. Todos hartos.
Si Goeritz ha encantado a la historia del arte mexicano y se ha convertido en un pionero, logró hacerlo muy a su pesar, pues lo suyo era encontrar la pureza alejada de los egoísmos y las estructuras de poder. Fue por ello que encaminó las suertes del arte
a los cauces de la destrucción desesperada y harta en apariencia, sin reparar con que al hacerlo, nuevos egoístas podrían alzarse triunfales como los grandes provocadores de la originalidad, del genio y de la salvación del arte.
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