Conforme los reclamos ecológicos suben de tono en la aldea global, las empresas adoptan, casi ya como directriz corporativa obligatoria, diversos programas que les permitan desarrollar políticas de sustentabilidad que no le generen daño al planeta. Perfecto. Sin embargo, motivadas por fines meramente mercadotécnicos -por la mera necesidad de anunciarle al mundo que son “verdes”-, muchas compañías caen con frecuencia en contradicciones imposibles de sortear, sobre todo en el ámbito tecnológico, donde la ingenuidad se mezcla con la arrogancia de la vanguardia.
Ejemplo: China produce 97% de las “tierras raras” del mundo, término bajo el que se agrupa a 17 elementos químicos compuestos de mezclas de óxidos e hidróxidos y que deben su denominación no a su escasez (la mayoría de ellos, de hecho, son muy abundantes), sino a que se encuentran concentrados en minerales dispersos y no en depósitos que puedan ser explotados con facilidad. Algunos de estos elementos, como el lantano, el neodimio, el europio, el itrio y el terbio, son imprescindibles para el funcionamiento de las tecnologías verdes y el grueso de las computadoras y demás gadgets (smartphones, pantallas).
De acuerdo con Teresa Bermúdez, coordinadora del área de Inteligencia Económica de Grupo Atenea, con residencia en España, su extracción comenzó a finales del siglo XIX, pero fue a partir de los años 60 cuando empezaron a vislumbrarse sus aplicaciones tecnológicas. Aunque no se trata de materiales radioactivos, “normalmente se encuentran junto a otros que sí lo son, lo que convierte la extracción en una actividad en extremo dañina para el medioambiente, generando aguas residuales tóxicas que, si no son tratadas, pueden contaminar los ríos y granjas cercanas”. Algunos países que en un inicio extrajeron tierras raras (Brasil, Estados Unidos, India), abandonaron la actividad debido en parte a la agresión medioambiental y el contundente abaratamiento de costos ofrecido por China. Las laxas regulaciones chinas han producido un daño severo en el país; una triste ventaja competitiva que, en palabras de Bermúdez, otras naciones no han querido asumir.
Para extraer las tierras raras, China ha violado normas que en otro lugar habrían ocasionado la clausura de operaciones, por no mencionar los costos en vidas humanas que siempre han caracterizado a la negligente industria minera del país asiático. Estamos ante un claro caso de greenwashing: término utilizado para designar las prácticas mercadotécnicas de organizaciones más interesadas en difundir una imagen ecológica que en establecer políticas y procedimientos genuinamente sustentables. Las compañías tecnológicas presumen de inofensivas reducciones en su huella de carbono, pero esconden el hecho de que dependen de proveedores contaminantes y con nulo interés en los derechos laborales. Recientemente, China anunció la introducción de nuevos impuestos y mediadas para controlar la explotación y mermar el daño a su subsuelo; la comunidad empresarial explotó en desaprobación ante una potencial escalada en precios. Algunas corporaciones, incluso, ya contemplan lanzar programas de explotación en otras naciones. ¿Quién se atreve a explicarles a los cruzados “verdes” que la Responsabilidad Social Empresarial (RSE) no se agota en usar bolsas biodegradables y en apagar la luz durante “la hora del planeta”? Absurdo.
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