El cumplimiento de la “corrección política” -esa extraña forma de definir los lineamientos éticos que se asumen como enemigos de toda forma de discriminación- es un factor que pesa en todas las marcas del planeta. Ninguna empresa desea ser sujeta a acusaciones de exclusión, sobre todo en un mundo donde las redes sociales sirven como un megáfono eficaz para denunciar esta clase de comportamientos. A veces, incluso, se cae en el exceso: no es extraño ver cómo grupos feministas colocan en el banquillo de los acusados a campañas publicitarias cuyo fin no era promover imágenes despectivas en contra de la mujer, sino precisamente burlarse del sexismo aún predominante, como sucedió con una serie de anuncios recientes de Coca-Cola Light que se mofaban del concepto del “macho” (la corrección política adolece de un problema grave: es totalitaria, desconoce la ironía y el matiz). Es francamente raro, por no decir insólito, que una compañía se autodenomine como políticamente incorrecta para definir su identidad de marca.
Por ello resulta interesante el escándalo suscitado la semana pasada en torno a Abercrombie & Fitch, marca de ropa orientada al mercado juvenil a la que se acusa de prácticas discriminatorias. La controversia data de 2006, cuando Mike Jeffries, CEO de Abercrombie &Fitch, declaró en una entrevista para Salon, la revista online, que su marca no era para la gente gorda y fea: “Nos enfocamos a los chicos cool, a los jóvenes que son populares en la escuela. Sólo contratamos en nuestras tiendas a gente atractiva. ¿Por qué? La gente atractiva atrae a más gente atractiva. No todos pueden pertenecer. ¿Eso nos hace excluyentes? Absolutamente”.
Estas declaraciones de Jeffries fueron retomadas hace unos días por Greg Karber, activista y escritor, que subió un video a YouTube.com en el que le pide a la gente que done su ropa Abercrombie & Fitch a los indigentes como protesta contra las políticas discriminatorias de la compañía. El video de Karber es un fenómeno: asciende a más de cinco millones de visitas registradas y se ha viralizado en redes sociales bajo el término #fitchthehomeless. Independientemente de que los esfuerzos por castigar a Jeffries arrojen resultados, va una reflexión. Visto de manera escrupulosa, la compañía de Abercrombie & Fitch está siendo crucificada por cínica, pero no por la asociación de ideas que desea establecer entre el consumidor y su producto. Toda la industria de la moda padece de esos vicios. Es algo que va más allá de promover a modelos con cuerpos perfectos como arquetipos de belleza. Los competidores de Abercrombie & Fitch también tienden a contratar exclusivamente a gente “bonita”, quizá no definida en función de raza y género, lo que les permite cumplir 100% con indicadores de inclusión como el Corporate Equality Index (CEI), pero sí con base en peso y “presencia”. ¿Cuántas veces lo ha atendido una persona obesa en una boutique de estas características? No importa si se trata de Polanco o Rodeo Drive, la respuesta es “nunca”. De igual forma, el grueso de las marcas “high end” promueve que sólo personas con complexiones delgadas puedan usar sus prendas (aunque muchas sostengan que cuentan con tallas XL y XXL, lo cierto es que éstas son prácticamente imposibles de encontrar en puntos de venta). El descaro con el que Abercrombie & Fitch se ufana de sus malas políticas es ofensivo, pero el talante discriminatorio en sí no resulta sorprendente: casi todos lo practican. Ese es el verdadero escándalo.
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