Primero fueron los estudiantes universitarios chilenos los que se lanzaron a las calles de Santiago exigiendo al gobierno de Sebastián Piñera más acceso y financiamiento a la educación pública ante el avance de la educación privada en el país andino. No dejó de llamar la atención entre los observadores extranjeros el surgimiento de este poderoso movimiento estudiantil que se levantó en abril de 2011 y que no ha cesado hasta la fecha, en un país que ha sido considerado como el modelo económico latinoamericano por su solidez macroeconómica, sus bajos niveles de pobreza y su pujante clase media.

 

Pero a las manifestaciones de Santiago siguieron las de Río y Sao Paulo. En las últimas semanas -previas y durante la Copa Confederaciones de futbol- millones de brasileños salieron a las calles de las principales ciudades para exigir al gobierno de Dilma Rousseff más presupuestos públicos para la educación y la salud, para denunciar la corrupción de su clase política y su ostentoso derroche de recursos públicos en la organización del mundial de futbol y de los juegos olímpicos, en una falsa cara de la prosperidad brasileña.

 

Los movimientos sociales en Chile y Brasil son la muestra de una clase media latinoamericana creciente, educada y con nuevos reclamos a sus gobiernos sobre el desigual reparto de la prosperidad económica que ha vivido la región en la última década. Según el Banco Mundial más de 73 millones de latinoamericanos dejaron de ser pobres en la región durante la última década y un tercio de las familias latinoamericanas ya se consideran de clase media.

 

Esta nueva condición económica de un porcentaje creciente de la población también genera nuevas demandas. Dice Francis Fukuyama en un artículo reciente en The Wall Street Journal que varios estudios y encuestas “muestran que los niveles de educación más altos se correlacionan con que las personas adjudiquen mayor importancia a conceptos como la democracia, la libertad individual y la tolerancia a formas de vida alternativas. La clase media ya no quiere sólo tener seguridad sino también opciones y oportunidades. Es más probable que opten por la acción si la sociedad no logra cumplir con sus expectativas de mejoras económicas y sociales”.

 

Y ese incumplimiento de expectativas para la creciente clase media a la que se refiere Fukuyama, se acelera con la presencia de fenómenos inflacionarios que encarecen los precios, con el freno en la economía que de pronto detiene las oportunidades de nuevos empleos y del crecimiento en los salarios reales, y con la exhibición de la corrupción entre la clase política y gobernante que exaspera los ánimos y recuerda que la prosperidad generada beneficia en mayor medida a sólo unos cuantos.

 

Todo eso se agolpa en la mente colectiva de esta nueva clase media en ebullición y se convierte en una fórmula perfecta para el descontento alentada por las distorsiones que alimentan las políticas públicas, como los privilegios fiscales para ciertas clases privilegiadas.

 

¿Hacia dónde van estas manifestaciones de las clases medias en América Latina? Y es que más allá de las expectativas, tendrán que demostrar que pueden provocar un cambio político duradero, de largo plazo, eludiendo la tentación y el riesgo de ser cooptados por un sistema que -como dice Fukuyama- “ofrece grandes recompensas” a quienes comparten su juego.

 

Con todo, sería un error para nuestros políticos pensar que las demandas de la creciente clase media latinoamericana son transitorias y lejanas.

 

El progreso económico de México también pasa por cerrar las brechas de la desigualdad y por combatir la corrupción. Ya no es sólo una cuestión de preocupación moral.

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