Increíble, pero cierto: según el gobernador interino de Michoacán, Jesús Reyna García, los recientes hechos violentos en la zona de Tierra Caliente, de Michoacán, son buenas noticias porque son “prueba contundente en el actuar de las fuerzas federales ante el crimen organizado”.

 

Más de 30 muertos en menos de cuatro días son motivo de albricias para un gobernante que nunca quiso ser el gobernador de la entidad a la que no gobierna y que vive aterrorizado por cuanto ocurre y por la responsabilidad que le corresponde mientras regresa el gobernador electo, Fausto Vallejo, que se recupera de un trasplante de hígado y a quien le han autorizado otros 180 días de reposo, con lo que habrá dejado de gobernar 270 días de los tres años, siete meses y 15 días que dura su gobierno.

 

Con reflexiones como la del señor Reyna, se entiende que lo que ocurre en esta entidad esté a punto de salirse de las manos tanto del gobierno estatal como de las de las fuerzas federales de seguridad que fueron allá “para restablecer el orden”, y a las que las emboscadas y los cierres de carreteras durante esta semana no sólo les causaron daño físico sino también la evidencia de que no saben cómo moverse en un terreno desconocido, en lo geográfico, en lo táctico y en lo social.

 

Hoy una cosa está clara: ya no están ahí tan sólo frente a un problema de narcotráfico o de crimen organizado, de lucha de bandas criminales por territorio o para controlar espacios de chantaje a empresarios y comerciantes.

 

Ya se está frente a una confrontación entre organizaciones violentas y la fuerza del Estado, por razones de Estado. La estrategia de seguridad del presidente Enrique Peña Nieto está a prueba.

 

En Michoacán, los grupos armados, Templarios o no, están dispuestos a todo. Y lo están demostrando. (No hay que olvidar que Tierra Caliente también es Guerrero y Estado de México).

 

El problema que surgió en Michoacán por la falta de apoyos para el desarrollo, falta de gobierno para mantener ocupada y productiva a la población, falta de educación, salud y servicios; falta de sensibilidad para contener a miles de michoacanos que se iban -y hoy más que nunca, se van- de su tierra porque no había perspectivas para su vida, todo esto generó indignación y soluciones mal entendidas.

 

Hoy el rezago de todo aquello enfrenta a un gobierno que no los gobernó, que no los apoyó y que, por lo mismo, hay que cambiar por cualquier vía -suponen-, aun la no democrática.

 

Así que estamos frente a un movimiento violento que quiere el predominio estatal y el poder político.

 

De hecho ya lo tenía de forma parcial mediante la infiltración en el gobierno estatal de gente que está a las órdenes de los grupos violentos. La corrupción burocrática y la de la seguridad pública en apoyo del crimen organizado y/o grupos violentos, de forma soterrada, es parte de su fuerza política.

 

Lo que sigue en Michoacán es desestabilizar al gobierno estatal, con pies de barro, para hacerse del control total de la entidad. Sin embargo, una convivencia entre fuerzas violentas y gobiernos democráticos en el país parece una locura, pero de alguna manera -desafortunadamente- ya existe porque muchos, en los gobiernos estatales o municipales, o han sido impuestos por ellos, o sirven de grado o por fuerza a estos grupos violentos que configuran ya, de manera frontal y formal, una rebelión.

 

¿A quién beneficia esta desestabilización en la tierra de los Calderón?

 

El domingo 22 de julio, por mayoría, el Congreso del Estado de Michoacán aprobó ampliar la licencia que se le concedió al gobernador Fausto Vallejo Figueroa, para ausentarse del cargo por 180 días más. El martes 24, dos días después, comenzó una nueva guerra aún más feroz y audaz; una guerra con rostro e intenciones distintas a lo que antes ocurría. ¿Qué sigue?

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“Si te caes te levanto, y si no, me acuesto contigo” (J. Cortázar)

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