Vanity Fair se ha convertido en un género periodístico; el más importante de la transmodernidad. Pasajes, claves y misterios de la vida son descifrados por reporteros y escritores con formación interdisciplinaria. No existe político que se niegue a conceder una entrevista a Vanity Fair; al hacerlo, los políticos conquistan la cima milagrosa del mainstream, el reino de la imagen.

 

Sofia Coppola hizo una magnífica lectura del texto “The suspects wore louboutins”, escrito por Nancy Jo Sales. El misterio del robo innecesario, o si se prefiere, visitar sin permiso parques temáticos de celebridades, es el tema de su película The Bling Ring. Coppola hipnotizó a Paris Hilton para convertirla en referencia de la pandemia que obnubila a jóvenes: el gusto por lo kitch, que si lo contemporizamos a la era del marketing, se traduce como la entrega al mundo de las marcas.

 

La segunda conquista de Coppola se llama Emma Watson. No es ficción el gusto por la elegancia de la joven de 23 años; el logro de Coppola fue haber juntado en un bar a Watson con Hilton, así supimos que el zapping de la transmodernidad oscila entre el gusto kitch de Hilton y la obsesión por los trenchs Burberry de Watson. Coppola comprendió que mientras Hilton incentiva a la industria pirata marca Louis Vuitton, Watson lo hace con la del lujo asimilado a Chanel. Watson aporta talento, Hilton imagen. Ambas son líderes de industrias de marketing. Una actúa y otra aparenta. Así es el espectro de la globalización de la aspiración. Gracias al efecto mimético la globalización goza de envidiable salud porque millones imitan a Hilton y millones imitan a Watson.

 

Quiero robar, asegura Watson frente a cámaras. Horas después se encuentra en el interior de la casa de Hilton. No es hotel. Es un parque temático de lo kitch. No es ficción, es la auténtica casa utilizada como escenografía cinematográfica. “Quiero robar”, sinónimo de “quiero jugar” en voz de la ex Harry Potter bajo la personalidad de Hermione Granger, suena a una invitación de la aventura. El verbo robar, en la transmodernidad, es ambiguo. Tanto, que para muchos, el robo se ha convertido en derecho universal. Bradley Manning: ¿Héroe o villano?; Julian Assange: ¿héroe o villano?; Edward Snowden: ¿héroe o villano?; el comercio ambulante: ¿lícito o ilícito?; las descargas piratas: ¿robo o conquista de la libertad del conocimiento? La interpretación sobre las leyes es un ejercicio casi imposible. Los jueces prefieren prevaricar. ¿Quién desea llevar a juicio al individuo que se regodea a través de Facebook con identidad suplantada de un presidente africano?

 

The suspects wore louboutins” es un reportaje sobre una banda de roba-estilos; The Bling Ring, es una película sin ficción, cuyos actores no necesariamente se esfuerzan por ser histriónicos; la ramificación continúa. ¿Cuántas millones de adolescentes estarían dispuestas a ingresar al vestidor de Emma Watson decorado por Christopher Bailey, el chef creativo de Burberry, Chanel y Lancôme? La vida como un supermercado, diría Michel Houellebecq.

 

Para la banda The Bling Ring, atrás quedaron los centros comerciales. No hay mercado más fascinante que el de las experiencias, y ellas, las experiencias, no se rigen necesariamente por las leyes de la oferta y la demanda. Se viven in situ.

 

Hace ya algunos años, la actriz Winona Ryder robó para demostrarnos que la inmunidad es un rasgo más en el mundo de las aspiraciones. Lindsay Lohan, princesa de la página TMZ, también robó por pasión por la posesión.

 

La transmodernidad nos obsequia una nueva gama de placeres. No nos hemos percatado de ello. Por eso, quizá, el incremento de las depresiones.

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