Cualquier reforma energética que no cambie a fondo a Pemex habrá sido una burda simulación.

 

Eso ocurrió en 2008 cuando el gobierno y los partidos en el Congreso aprobaron diversas modificaciones a la Ley Reglamentaria del Artículo 27 Constitucional y a la Ley de Pemex, entre otras. Si bien hubo algunos avances que otorgaron a la petrolera estatal mayores grados de autonomía en su organización, en sus decisiones y en su manejo presupuestal respecto a lo que se tenía -que era casi nada-, muchos de estos cambios no sólo fueron insuficientes, sino incluso se consideraron retrocesos en el intento de hacer de Pemex una empresa competitiva.

 

En aquella reforma de hace cinco años se maquilló a Pemex para darle una apariencia de empresa moderna sujeta a las buenas prácticas de gobierno corporativo, aunque por dentro seguía siendo la misma empresa pública rehén del gobierno en turno y de los intereses políticos y económicos de las élites en el poder.

 

Dice, por ejemplo, la Memoria de Labores 2008 de Pemex que las reformas a la petrolera incluyeron “un gobierno corporativo fortalecido mediante la incorporación al Consejo de Administración de Petróleos Mexicanos de cuatro consejeros profesionales, designados por el Ejecutivo Federal y ratificados por el Senado de la República”.

 

Más temprano que tarde supimos que ese “gobierno corporativo fortalecido” con la inclusión de consejeros profesionales, no sólo se tradujo en un gasto oneroso de más de 100 millones de pesos anuales adicionales a costa del presupuesto de Pemex, sino también en un reparto de esas “consejerías profesionales” entre PRI, PAN y PRD, paralizando por razones políticas muchas de las decisiones del monopolio público.

 

Incluso algunas de las decisiones más relevantes de esa reforma simplemente nunca se dieron, como la posibilidad de que el Consejo de Administración aprobara esquemas de financiamiento a través de la emisión de los denominados bonos ciudadanos, que obligarían a la paraestatal a una mayor transparencia y rendición de cuentas de su operación al vincular el rendimiento de los bonos a sus resultados operativos. La razón de fondo fue que para emitir esos bonos los mercados y los fondos de inversión reclamarían que la petrolera operara -y la dejaran operar- bajo criterios y reglas empresariales, y eso nunca se dio.

 

Cinco años después de aquella pretendida reforma, ahora estamos frente a la propuesta del gobierno de Enrique Peña Nieto de una nueva reforma energética. Poco o nada se ha dicho hasta ahora públicamente sobre cambiar a Pemex a fondo y menos aún se han detallado los cambios organizacionales, en el gobierno corporativo, en las relaciones laborales y sindicales, o en el régimen de empresa paraestatal, que se esperaría de una reforma de gran calado.

 

Por lo conversado recientemente con funcionarios de alto nivel, me aseguran que algunos de estos cambios están considerados en la estrategia general del gobierno y que la razón por la que aún no se han dado a conocer es, simplemente, por la ruta de la negociación que se ha trazado.

 

En esta etapa previa al inicio del periodo ordinario de sesiones del Congreso lo relevante para el gobierno ha sido vender las bondades de la reforma energética y la necesidad de modificar los dos artículos constitucionales utilizando el paraguas histórico del presidente Lázaro Cardenas.

 

Luego vendrán -dicen- las negociaciones sobre los puntos finos de los contratos propuestos y la Ley Reglamentaria a los artículos constitucionales; y posteriormente los cambios a la Ley de Pemex, a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal, y a otras tantas disposiciones legales.

 

Pero insisto: Si -por la razón que sea- lo que se pretende es una reforma energética que no cambie a fondo a Pemex para convertirla en una verdadera empresa, lo que se tendrá es una simulación más. Y ése será el termómetro que medirá al gobierno de Peña Nieto.

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