La palabra procrastinación viene del latín pro, que significa “delante, a favor de”, y crastinus, que “significa del día de mañana”. Pero como bien señala el psicólogo Piers Steele, autor de Procrastinación (Grijalbo, 2011), el significado abarca muchísimo más que su definición literal. No se trata simplemente de dejar algo para más adelante –lo que finalmente ataría a la procrastinación con conceptos que irónicamente consideramos como virtudes: la prudencia, la paciencia, saber priorizar-, sino a sucumbir ante una práctica que bien podría arruinarnos la vida.

 

Desde que apareció por primera vez en inglés en el siglo XVI, el término “procrastinación” no se ha referido meramente a posponer  algo, sino a hacerlo irracionalmente”; a cuando posponemos tareas de forma voluntaria pese a que nosotros mismos creemos que esa dilación nos perjudicará. Aclaración: no toda dilación es mala. Si un ejecutivo comercial decide retrasar hasta última hora una propuesta a sabiendas de que cuenta con sólidas razones para creer que el cliente que se la solicitó lo hizo a manera de trámite y no porque tuviera una intención real de contratación, entonces la demora resulta de lo más racional. Posponer asuntos no redituables no es sólo lógico, sino deseable.  El obseso que concluye cualquier tarea a la primera oportunidad puede ser tan disfuncional como el procrastinador que lo deja todo para el último. Ninguno de los dos planifica su tiempo con inteligencia. Cuando alguien procrastina, en cambio, sabe que actúa en contra de sus intereses, a veces de manera suicida.

 

Algunos explican su procrastinación bajo el argumento del perfeccionismo: dejan lo que deben de hacer para más adelante ante la ansiedad que les genera no estar a la altura de sus criterios elevados de excelencia. Esta tesis ha cobrado cierta popularidad frente al hecho de que algunas investigaciones  clínicas enlistan al “perfeccionismo” como una de las respuestas más recurrentes entre los pacientes que dicen sufrir de procrastinación. Otros estudios manifiestan que la procrastinación es simplemente un sinónimo de cansancio vital: procrastino porque nada me entusiasma, ¿para qué molestarse? En efecto, una persona depresiva es casi por definición un individuo improductivo. Sin embargo, la mayoría de los procrastinadores no son personas tristes y vencidas; por el contrario, muchos se distraen con una vitalidad en verdad envidiable. Otra teoría, quizá la más azotada filosóficamente, afirma que la procrastinación es un reflejo de nuestro incumplible deseo de eternidad; es decir, pensar que siempre hay un mañana para hacer las cosas evidencia una desaforada esperanza de vida ajena a la conciencia de que tarde o temprano a todos se nos acaba el tiempo. Un procrastinador es, en ese sentido, una persona cuya actitud dilatoria le impide pensar en la muerte.

 

Todas estas posturas pueden ser válidas, e incluso complementarse bien unas con otras, pero quizá exista una razón más sencilla para explicar la postergación patológica: el impulso de la diversión inmediata es más potente que el bienestar de largo plazo. La procrastinación es un producto secundario de nuestra impulsividad de vivir el momento. ¿Por qué esperar la gran recompensa cuando podemos disfrutar de pequeños pero vivaces estímulos que nos den placer en el cortísimo plazo?  Es por ello que hoy más que nunca está de moda pensar en la procrastinación. En la antigüedad – cuando las reglas básicas de supervivencia eran comida, lucha, huida y reproducción- , los individuos no pensaban en la procrastinación porque lo urgente era lo importante; hoy el concepto de lo urgente es una arena movediza; sabemos lo que es importante, ¿pero qué tan urgente es? Estamos conscientes de que la hormiga es la que triunfa en el largo plazo, pero también estamos seguros que no se divertirá tanto como la cigarra.