La promulgación de la Ley de Servicio Profesional Docente (LSPD) está evidenciando los defectos de nuestra democracia. De un lado tenemos la resistencia magisterial a la evaluación educativa y del otro, las limitaciones de la propia ley que, conforme avanzan los días, queda claro que tiene más puntos débiles que favorables.
La conclusión a la que han llegado ya varios expertos respecto a la nueva ley es que termina siendo más que una reforma para la profesionalización de la educación, una reforma al régimen laboral. Ya no estamos hablando de plazas inamovibles, dado que hay un interés superior, que es la educación pública. Súper. No me atrevería a decir que hay incertidumbre laboral aunque tal vez tampoco haya una profesionalización de la función. La transformación está dada desde el punto de vista que se puede lograr la movilidad laboral teniendo al sindicato más grande del país. Se ha tocado lo que era intocable.
Las movilizaciones de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), el ala disidente del magisterio, terminaron por ayudar a la aprobación de esta reforma. En el momento clave de la discusión hubo un repudio generalizado a los bloqueos. Sus líderes sabían lo que hacían y a quién servían, las huestes no. En vez de que se hablara del contenido y limitaciones de la iniciativa de ley, se habló del sitio a la ciudad, el bloqueo al aeropuerto y a las cámaras. Las debilidades de la iniciativa pasaron de noche. Para eso sirven, hoy y siempre, los líderes vendidos.
En el hartazgo de la ciudadanía contra la CNTE se recupera la idea de “regular las marchas”. El impacto, ciertamente, de la resistencia del magisterio es desastroso: daños multimillonarios a la economía, molestias no sólo de usuarios del automóvil sino también de los que usan el transporte público, afectaciones al turismo y presuntamente un muerto que no pudo llegar al hospital. Éramos muchos y parió la abuela.
Las huestes iracundas del magisterio también terminan apoyando a esas voces que siempre han querido regular el derecho a manifestarse. Radicalizan el movimiento y sólo contribuyen a la “derechización” de la arena política.
Es cierto, es injusto que por una protesta se suspenda un servicio público, un partido de futbol, que la gente tenga que caminar varios kilómetros a su trabajo o que pierdan clientes, se incrementen sus costos, tengan pérdidas y se dañe la imagen de la ciudad y el país. Sin embargo, no nos damos cuenta de que aun regulando las manifestaciones el problema de fondo no está atendido y es muy probable que pronto los manifestantes le encuentren lagunas a una hipotética ley de marchas.
El problema de fondo va de la mano de lo que me parece evidente: la compra de los líderes del magisterio. En los defectos de nuestra democracia no sólo está la creencia de que afectando los derechos de terceros presionamos a la autoridad para que solucione nuestras demandas. Lo más grave es que el poder público sólo funcione así y tenga que recurrir a la compra de líderes para que no se discuta en el momento adecuado las limitaciones de una iniciativa de ley.
Los críticos de la LSPD hablan de que esta ley castiga, evalúa para poder sacar a alguien, pero no premia, no construye las mejores condiciones para que los maestros se superen y eviten ser evaluados negativamente. Puedo suponer incluso buenas intenciones en esta omisión, pero donde no veo el mismo grado de bondad es en la estrategia para que la ley sea aprobada: ignorar a los maestros en resistencia, dialogar con sus líderes en lo oscurito y trinar supuestos descuentos a los maestros faltistas sin que esto haya ocurrido las tres semanas previas.
Puede ser que logremos capacidad del Estado para disolver manifestaciones cuando éstas bloqueen una vía, pero al final de cuentas, de parte del Estado prevalecerán los instrumentos poco democráticos de instrumentación de políticas públicas, lo que tarde o temprano nos llevará a que otro movimiento de resistencia termine reventando a la ciudad, con o sin ley de marchas.
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