La sobreindustrialización de algoritmos ha degradado nuestra libertad de manera voluntaria. De la paranoia por los marcianos (“un mundo nos vigila”) hemos pasado a la paranoia del mundo postorwelliano, es decir el del tiempo real: “Facebook o Amazon nos vigila”.

 

Los aplausos no cesan. Maravillados por las coordenadas de un mundo chatarra: low cost, “el cliente es primero” y yoga postporno de Miley Cyrus, acudimos a la Quinta Avenida de Nueva York para introducirnos en lo que un día se convirtió en el museo del futuro, la Apple Store, y así, automedicarnos en contra de la angustia, el cáncer del mainstream.

 

Las externalidades negativas de Wikileaks detonaron el cansancio de Apple y sus metáforas de la modernidad. Los ciudadanos de la oclocracia, según Steve Jobs, nos percatamos que los metamensajes constitucionales lúdicos están subordinados a la NSA. Facebook nos dice: porfa, da like; Google nos suplica: sube a la nube. Y sí, obedecemos con la sonrisa de la boca hasta la mente.

 

En los pizarrones universitarios de los ochenta, el lenguaje cibernético se circunscribía a Pascal; el algoritmo era tan benévolo que su radio de influencia no sobrepasaba a las inofensivas recetas de cocina. Es más, los algoritmos intangibles tenían mucha más influencia que los cibernéticos. Uno de ellos era el futbol. Los que cursamos la educación primaria durante los 70 fuimos expuestos al algoritmo que cimentó la idea de que la Concacaf se creó ex profeso para que la selección mexicana participara en todos los Mundiales. A la par, Fernando Marcos era el único y último comentarista deportivo no cínico al cantar un día sí y otro también, que el sistema de futbol mexicano no incentivaba a la competencia sino a la mediocridad; en cuatro palabras, don Fer nos dijo que: “es sistema de incompetencia”.

 

La sorpresa llegó cuando nos enteramos que la FIFA tiene más agremiados que la ONU; que los poderes blando y duro se lo reparten ambos organismos, respectivamente; que en economía existen dos mediciones del PIB, el ortodoxo que es econométrico  y el lúdico, que es ficticio; que el Real Madrid banaliza al balompié pagando 100 millones de euros (mil 700 millones de pesos) por Beckham versión Nintendo, es decir, Gareth Bale.

 

Posteriormente, las decepciones fueron racionalizadas. Así supimos que en sus deseos bienintencionados, Harold Bloom nos recomendó que dejemos al deporte a un lado de lo verdaderamente importante, la cultura. La traducción economicista sería que, frente a la escasez de tiempo, dedicarle minutos a ESPN o a las secciones deportivas de los periódicos es algo más que derrochar activos en tiempos de crisis. Bloom y los economistas quizá tengan razón, como también la tienen los sociólogos dedicados a la deconstrucción del futbol, que acento tras acento, no logran ir más allá de las típicas conclusiones situacionistas: el opio es la medicina de los oclócratas.

 

Llegamos a los albores de la época postimpresionista. Jeff Bezos se llevó el Oscar al mejor algoritmo del mes: Amazon piensa en precios, y segundo a segundo analiza el proceso con el que puede derrotar a sus competidores, lo mismo la FNAC francesa que casadellibro.com; al mismo tiempo, Amazon desarrolló el algoritmo que piensa por nosotros: ¿te gusta la obra de Michel Houellebecq? Entonces te ofrezco, además de su obra completa, por unos cuantos pesos, la obra de escritores cercanos a su radio de pensamiento… ¿te parecen bien los libros de Fréderic Beigbeder? Pues va. Aquí los tienes.

 

En efecto, la sobreindustrialización de algoritmos nos convertirá en seres previsibles y anodinos. Dispuestos a aventurarnos a experimentar una falsa libertad. Pues bien, simulemos que al interactuar en Facebook o en Twitter, rompemos el algoritmo del aburrimiento controlado. Sí se puede.