Quizá no haya un lugar común más frecuente en el debate de negocios que hablar sobre la necesidad de innovar como una acción imprescindible para mantenerse vigente. De revistas de negocios al estilo de Fast Company a congresos de capacitación orientados a gerentes de bajo nivel, todos hablan de la innovación: la suma y alteración de conceptos aparentemente disímiles para crear uno nuevo de naturaleza disruptiva que ofrezca valor de maneras nunca antes vistas.

 

Las empresas tecnológicas casi siempre encabezan la lista de ejemplos de empresas innovadoras, mientras otras que quizá sean tan disruptivas en otros flancos rara vez son mencionadas por no ser casos tan entendibles para el público general (nótese el bajo perfil mediático de 3M, campeona legendaria en la materia).

 

Tanta perogrullada en torno a la innovación ha redundado en crear la imagen falsa de que innovar es sinónimo incuestionable de triunfo. No necesariamente. Hace tiempo, tuve la oportunidad de sostener una charla con Jim Collins, autor de Built to Last (Empresas que perduran), un clásico que analiza los factores que hacen que una corporación trascienda en el largo plazo. Collins era un escéptico del valor de la innovación total: “Mi corazón está con los innovadores, pero casi nunca son las compañías sobresalientes, no si realmente concebimos al innovador como al inventor de la disrupción. La única excepción en la que puedo pensar es el caso de Intel y el microprocesador. Veamos los casos de Microsoft y Apple. En los ochenta, Microsoft le copió todo a Apple y la superó por muchos años en términos casi exponenciales. El regreso de Apple no se dio con tecnología disruptiva, sino con el perfeccionamiento de lo ya existente. Innovó presentaciones, pero la tecnología en sí ya estaba en el mercado”.

 

Continúa Collins: “Retomemos el caso de Intel. Una vez le preguntaron a Andy Grove cuál iba a ser la próxima gran cosa que iba a revolucionar al mundo después del microprocesador. Y contestó que esa pregunta era peligrosa, porque cuando el microprocesador dejara de ser ‘la gran cosa’, entonces se crearía un margen de maniobra en el que Intel dejaría de ser líder. Incluso si Intel inventaba esa ‘gran cosa’, las posibilidades de que alguien más insertara esa innovación en un esquema  más lucrativo eran enormes. Por eso es que Microsoft se aferró tanto al Windows. ¿Para qué construir otra cosa? No sería sabio en términos estratégicos”.

 

Collins tiene un buen punto: ser demasiado innovador puede ser peligroso. No necesariamente los creadores de un concepto iconoclasta son los que al final del día se quedan con el predominio del mercado. Es más, visto con perspectiva histórica, lo más probable es que el innovador no sepa dimensionar sus hallazgos. Los que se benefician más de una innovación son las terceras partes que ven el potencial tras la idea y saben ejecutarla al máximo de sus facultades, pero rara vez son los que tuvieron la idea en primer lugar.

 

Va otra noción equivocada. Al centrarse en  la “idea genial”, la gente confunde “innovar” con “inventar”. Error: la innovación no se restringe a inventar productos o esquemas de negocio, sino a pensar lateralmente en toda la organización.

 

No se trata de inventar “una gran cosa” cada semana, sino de abordar con nuevas perspectivas los pequeños problemas que aquejan a una empresa todos los días, y que pueden ir desde mejorar el servicio al cliente a una sencilla reducción de costos. Quizá esos triunfos no sean tan espectaculares como para figurar en las revistas de negocios, pero estoy seguro que la suma de esas pequeñas innovaciones será la que termine marcando la diferencia entre lo efímero y lo permanente, entre la mera moda y la tan ansiada permanencia. ¿Acaso no es ese el objetivo primordial de toda empresa.

 

mauricio@altaempresa.com