The Hobbit: The Desolation of Smaug (Dir. Peter Jackson)

 

Enorme, aletargado, rodeado de oro y riquezas. Mientras más tiempo pasa, Peter Jackson pareciera mimetizarse con la bestia que da juego a la segunda parte de El Hobbit: La Desolación del Smaug, aquel terrible dragón que duerme plácido encima de sus millones de monedas de oro. “Te has vuelto gordo y lento”, le espeta un valeroso Bilbo Baggins (extraordinario Martin Freeman) al engreído dragón en una de las mejores secuencias de esta segunda parte.

 

“Gordo y lento”. El epíteto podría aplicarse también al propio Jackson que, si bien ha bajado notablemente de peso, se ha vuelto lento en su trabajo, alargando innecesariamente una historia de apenas 380 páginas para adaptar en tres películas lo que bien podría contarse máximo en dos. Pero en fin, money talks.

 

De la misma forma que Star Wars terminó destruyendo al innovador y creativo director que pudo ser George Lucas; la épica escrita por J.R.R. Tolkien le ha jugado la misma mala broma a un Peter Jackson que, lento y dormido en sus millones, pareciera ya ir en automático al momento de dirigir esta nueva saga.

 

Así, no hay mucho nuevo en esta segunda entrega sobre Bilbo y sus enanos amigos. Ya sin las aburridas introducciones (aquella larga y torpe secuencia de los enanos comelones/cantores/jocosos que tanto diera de qué hablar en El Hobbit: An Unexpected Journey, 2012), la pandilla dirigida por Gandalf (Ian McKellen) sigue en su ruta rumbo a la montaña solitaria, aunque en el camino encuentren los peligros de rigor, a saber: escapar de las garras de unos orcos malhumorados navegando a toda velocidad trepados en unos barriles sobre un río; sortear los peligros del bosque Mirkwood, en una emocionante secuencia donde pelearán contra unas temibles arañas gigantes y, por supuesto, el enfrentamiento entre Bilbo y el poderoso Smaug.

 

Como la regla del juego es tomarse las cosas con calma (mucha calma), Jackson y asociados (por ahí anda Guillermo del Toro, con crédito de asesor y co-escritor), modifica el texto original para agregar nuevos personajes y situaciones: la presencia de Legolas (Orlando Bloom, sobre quien recae la responsabilidad de las escenas de pelea más dinámicas de todo el filme) y de un personaje llamado Tauriel (Evangeline Lilly), alumna del primero y que mostrará su interés romántico por uno de los enanos.

 

Quejarse a estas alturas sobre la duración de estas cintas o sobre su aportación al cine mundial es ya ocioso; el tren ha zarpado, Jackson está al mando y todo lo que nos queda por hacer es intentar disfrutar el viaje.

 

Superado el engorroso e inevitable parloteo de los personajes (supongo importante para los fans irredentos de Tolkien pero imposible de seguir para aquellos que -como yo- apenas distinguimos la diferencia entre un enano y un hobbit), lo que tenemos es una buena cinta de aventuras, con cierto brío que recuerda al Jackson de King Kong (2005) mezclado con un poco de The Adventures of Tintin (Spielberg, 2011).

 

Quien de nueva cuenta se roba el show es Martin Freeman, esta vez en batalla verbal con el Smaug (personaje digital con voz -sobreproducida- de Benedict Cumberbatch). No es un ejercicio trivial entablar diálogo con un personaje que de hecho no existe, Freeman repite de nuevo el truco (recordar la escena con Gollum en la cinta anterior) pero en enormes proporciones al enfrentarse a lo que será probablemente el dragón más temible y mejor logrado en la historia del cine.

 

La clientela de la saga quedará satisfecha, los forasteros de este mundo no la pasaran tan mal. Ya sólo queda una cinta más, entonces Jackson podrá irse a dormir -gordo y lento- encima de sus millones.

 

The Hobbit: The Desolation of Smaug (Dir. Peter Jackson)

3 de 5 estrellas.

Guión: Jackson y Del Toro.

Con: Martin Freeman, Ian McKellen, entre otros.