El secretario del Trabajo, Alfonso Navarrete Prida, enfrenta estos días dos problemas. Uno, el robo de un reloj de lujo, y el otro, el escarnio del respetado público por su misma denuncia ante las autoridades del Distrito Federal. No es un contrasentido. Al presentar la querella por el robo de un Patek Philippe valuado en 300 mil pesos, fue apaleado en las redes sociales y en la prensa que se regodearon en la comparación de los 12 años de trabajo que necesitaría una persona con un salario mínimo para poder adquirir un reloj similar. A esto, se añadió la duda inquisidora de dónde sacó el dinero para comprarlo.
Sin entrar a la discusión sobre la legitimidad, desatino o descuido de un secretario de Trabajo que camina por las calles con un Patek Philippe, su modelo es uno de los más baratos de esa firma suiza de relojes de lujo -el más barato en México empieza en 150 mil pesos-, y que fabrica el segundo reloj más caro del mundo, el Harry Graves Pocket Watch, que cuesta 11 millones de dólares. Navarrete Prida tiene los ingresos. La declaración patrimonial que presentó en las primeras semanas del actual gobierno, muestra un ingreso de 452 mil pesos -por su trabajo en el servicio público y los dividendos de su notaría en el Estado de México-, libres de impuestos.
El enfoque sobre el valor del reloj y la paradoja de un secretario de Estado que es víctima también de la inseguridad, domina el debate público. Sin embargo, es lo más irrelevante de este caso. El robo a Navarrete Prida tiene implicaciones de seguridad nacional que, aunque no es un tema sexy para la opinión pública como lo que sucedió, refleja la inconciencia política en los tomadores de decisiones, y la irresponsabilidad con la que se comportan. Para entenderlo, hay que hacer una pregunta hipotética: ¿qué habría pasado si en el curso del robo presenta resistencia y en el forcejeo le dan un disparo?
En el contexto de violencia actual en Michoacán, la idea de un atentado vengativo de los Caballeros Templarios por la persecución en su contra, estaría perfectamente anidada en la mente de la opinión pública. Al ser Navarrete Prida ex procurador general y ex procurador mexiquense, el abanico de hipótesis sobre sus atacantes se habría multiplicado. El estado de cosas actual en el centro del país hubiera generado, con esta agresión, un clima de inestabilidad adicional al que se vive y una percepción de inseguridad colectiva cuya incertidumbre habría alterado, indiscutiblemente, la marcha del gobierno.
Para bien de todos, nada de esto sucedió y se pueden tomar acciones correctivas sin lamentar consecuencias. Las élites mexicanas tuvieron que perder la ingenuidad a mediados de los 90, y cuando se dispararon los secuestros, el presidente Ernesto Zedillo exigió a todos los capitanes de la industria que tuvieran escoltas. Uno de ellos era muy renuente, Carlos Slim, presidente honorario del Grupo Carso, pero el argumento de Zedillo fue persuasivo: no era un mero asunto de su persona, sino de la economía nacional; si algo le sucedía, habría una crisis nacional e internacional que afectaría, incluso, el Producto Interno Bruto. Slim entendió y desde entonces tiene protección.
En el caso de Navarrete Prida, conocedor a fondo de los temas de seguridad, causas y consecuencias, es imperdonable que haya acudido solo a una plaza comercial, por más segura que pareciera, cuando como miembro del gabinete tiene una escolta asignada del Estado Mayor Presidencial. En el momento actual de la contraofensiva contra Los Caballeros Templarios, su obligación es ser mucho más cuidadoso. Pero el problema no es sólo de él. ¿Dónde estaba el Estado Mayor Presidencial, responsable de la seguridad de los más altos cuadros del gobierno y los dignatarios extranjeros? El general Roberto Miranda Moreno, actual jefe del cuerpo de élite militar, debe actuar con firmeza para resolver las fallas en el órgano que se encarga, precisamente, de la seguridad.
El robo a Navarrete Prida es una bofetada al esquema de seguridad del gobierno federal y una advertencia que la seguridad nacional del Estado Mexicano es endeble, no por el diseño o los protocolos que manejan, sino por la forma laxa y discrecional con la que se comportan en las más altas esferas, donde reflejan con estos desatinos que no están claros sobre los retos de seguridad que enfrenta el país, o que están ciegos ante los desafíos. Si ya vieron que la confianza y el análisis a partir de lugares comunes los llevaron a un desastre por la ausencia de una estrategia para enfrentar a los cárteles de las drogas, volver a pisar el mismo camino es un acto de frivolidad inaceptable sólo entendible en aquellos que no tienen idea en dónde están parados.