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El cine vive una época definitoria. Afortunados quienes tenemos la oportunidad ser testigos de este acontecimiento. Por un lado hay un escepticismo sobre el futuro del cine como arte, el bombardeo de las producciones hollywoodenses aunado al monopolio de distribución en alianza con el de las salas de proyección lo han vuelto unilateral y unidireccional, lo han convertido en una industria enfocada exclusivamente a la generación de billetes, siguiendo la lógica de mercado de la escuela de Chicago y el Tea Party. El fin no justifica sino se vuelve el medio para conseguirlo.

 

Dicha visión pesimista es compartida no sólo por pilares fundamentales del cine como Harun Farocki o Cao Guimaraes, en recientes visitas por retrospectivas en México, sino por académicos reconocidos como Cuauhtémoc Medina o nuevos realizadores como Pablo Martínez-Zárate, Eugenio Volgovsky o Giselle Elías Karam, quienes acompañaron en conferencia de prensa el mes pasado a Guimaraes en la íntima sala de la Casa del Cine, recinto de difusión al cine alternativo en el Centro Histórico de la Ciudad de México.

 

Sin embargo, dentro de esa realidad poco esperanzadora, al menos en México se vive algo que hace 15 años era imposible de pensar, no sólo la consolidación sólida de un circuito de festivales de cine de todos sabores y colores, impulsado por verdaderos amantes de este arte que cuenta historias; que ofrece perspectivas narrativas diferentes; que no niega su compromiso con lo social. Buenos ejemplos de esto son los trabajos presentados por los cineastas mexicanos.

 

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