Quizá extraviada en una bruma de irrealidad, el alma del narrador Gabriel García Márquez podría estar sufriendo por la “tremenda injusticia” que vislumbró hace 31 años: morir sin poder contar la experiencia.
“…el sentimiento más nítido que me suscita la idea de mi muerte no es tanto de miedo como de rabia por su tremenda injusticia. Peor aún en un escritor que vive de contar sus experiencias, y que, sin embargo, tiene que vivir resignado al desastre final de no poder contar la más importante y dramática de todas: la experiencia de la muerte” (Gabriel García Márquez, No se preocupe: tenga miedo. 03-08-83).
A través de los 167 artículos que el recientemente fallecido escritor colombiano-mexicano publicó en medios impresos del mundo –obra fechada entre 1982 y 84 que se considera básica para el aprendizaje del género–, el tema de la muerte está presente, al igual que en su obra literaria, incluida su célebre novela Cien Años de Soledad, donde el espectro mortuorio parece recorrer las 471 páginas.
“La obsesión (de García Márquez) por el mundo de los muertos tiene raíces culturales y personales bastante bien definidas desde la infancia (…). Propone dos tipos de miradas: la del mundo real hacia el vacío de la muerte, y la del mundo de los muertos, más real en ocasiones que la primera” (Ángel de Esteban del Campo, La muerte en los Doce cuentos peregrinos. C. Hispanoamericanos, Madrid, 1995).
Mediante su trabajo periodístico, Gabo, como llamaban amigos y simpatizantes al premio Nobel de literatura 1982, expuso con maestría y humor muchos de sus miedos y fobias: a los aviones, a los elevadores, a los hospitales y, claro, a las funerarias, pasando por su temor a la fama, a la publicidad, a las entrevistas y a los homenajes, destacadamente a los de tipo póstumo.
Su colaboración semanal recogió además su preocupación social, su visión política de izquierda, su fascinación por observar el ejercicio del poder, su desafío al lenguaje castellano, la remembranza a sus cercanos (su esposa Mercedes Barcha y sus dos hijos, Gonzalo y Rodrigo) y la nostalgia ante la máquina de escribir de quien en vida nunca dejó de considerarse “uno de los 16 hijos del telegrafista de Aracataca”, el pueblito colombiano donde vio el primer Sol a las nueve de la mañana de un domingo 6 de marzo de 1927.
¿MORIR O PERECER?
En su artículo: La vaina de los diccionarios (19-05-82), Gabo se burla de la muerte y de la Real Academia de la Lengua Española, a la que cuestionó siempre por su rigidez y contradicciones:
“Hay un instinto del idioma que indica, sin lugar a dudas, que los enfermos de los hospitales no perecen, sino que se mueren, cualquiera sea el motivo, a menos que les caiga el techo encima. En cambio, una persona puede haber perecido en una catástrofe aérea, si fue esa la causa de su muerte, aunque ésta haya muerto, en realidad, varios días después en el hospital. Casi me atrevería a decir que el acto de perecer puede no ser simultáneo con el de morir, aunque el uno tiene que ser consecuencia del otro. Pero, por fortuna, yo no soy diccionario para atreverme a decir tanto.”
En su fobia a los homenajes póstumos, el autor de Los Funerales de la Mamá Grande (1962) y Crónica de una muerte anunciada (1981), entre otros 40 libros, coincidía con su amigo y colega Julio Cortázar, a quien después de su fallecimiento en 1984 le dedicó un texto anti solemne:
“…me atrevo a pensar que si los muertos se mueren, Cortázar debe estarse muriendo otra vez de vergüenza por la consternación mundial que ha causado su muerte. Nadie le temía más que él, ni en la vida real ni en los libros, a los honores póstumos y a los fastos funerarios. Más aun: siempre pensé que la muerte misma le parecía indecente…” (El argentino que se hizo querer de todos, 22-02-84).
AMENAZAS DE MUERTE
La posición crítica que García Márquez sostuvo en los años 80 contra la política emprendida en Colombia por el ex mandatario derechista Julio César Turbay, lo hizo sufrir amenazas de muerte, situación que lo obligó a transformar en exilio y asilo la residencia que este autor tenía en México desde 1961.
Las amenazas provenían del legendario Escuadrón de la Muerte colombiano, que aparentemente subsidiaba el régimen de Turbay, político-empresario a quien Gabo le dedicó un texto que al dar la vuelta el mundo se convirtió en su virtual trinchera:
“He declarado y reiterado muchas veces mi repudio por el terrorismo, venga de donde viniere, y cualquiera que sea su finalidad, porque lo considero un método de lucha ilegítimo e indigno. Sería poco menos que una ironía que fuera víctima de él. Siempre soñé con lo que soñó también un gran escritor de nuestro tiempo: morir a manos de un marido celoso. Pero, al parecer, éste será otro de mis tantos sueños frustrados.
“No hay en este mundo una gloria más fácil que la de asesinarme, no tengo ninguna arma de defensa distinta de la máquina de escribir, y a estas alturas no estoy dispuesto a cambiar de vida solo para vivir unos años de sobra” (Crónica de mi muerte anunciada, 17-03-82).
EL COLOMBIANO MÁS PRESTIGIADO DE LA HISTORIA
Con anterioridad a las amenazas de muerte, García Márquez había sido víctima de una campaña de linchamiento mediático operado desde el poder de Colombia, donde además de acusaciones de “traición a la patria”, se dijo que las quejas del escritor y su obtenido exilio en México tenía por objeto hacerse publicidad.
Enérgico, Gabo volvió a la carga, y con apenas dos cuartillas, publicadas simultáneamente en treinta países, dejó mudos a sus acusadores:
“Mi mérito mayor no es haber escrito mis libros, sino haber defendido mi tiempo para ayudar a Mercedes a criar a nuestros hijos. Mi mayor satisfacción no es haber ganado tantos y tan maravillosos amigos nuevos, sino haber conservado, contra los vientos más bravos, el afecto de los mis antiguos. Nunca he faltado a un compromiso, ni he revelado un secreto que me fuera confiado para guardar, ni me he ganado un centavo que no sea con la máquina de escribir. Tengo convicciones políticas claras y firmes, sustentadas, por encima de todo, en mi propio sentido de la realidad, y siempre las he dicho en público para que pueda oírlas el que las quiera oír.
“He pasado por casi todo en el mundo. Desde ser arrestado y escupido por la policía francesa, que me confundió con un rebelde argelino, hasta quedarme encerrado con el papa Juan Pablo II en su biblioteca privada, porque él mismo no lograba girar la llave en la cerradura. Desde haber comido las sobras de un cajón de basuras en París, hasta dormir en la cama romana donde murió el rey don Alfonso XIII. Pero nunca, ni en las verdes ni en las maduras, me he permitido la soberbia de olvidar que no soy nadie más que uno de los 16 hijos del telegrafista de Aracataca. De esa lealtad a mi origen se deriva todo lo demás: mi condición humana, mi suerte literaria y mi honradez política.
“La gente que me conoce sabe que esta es mi personalidad real, más allá de la leyenda y la perfidia, y que si bien quedé mal hecho de fábrica ya es demasiado tarde para volverme a hacer nuevo. De modo que no, ilustres oligarcas de pacotilla, nadie se construye una vida así, con las puras uñas, y con tanto rigor minuto a minuto, para salir de pronto con el chorro de babas de asilarse y exiliarse sólo para vender un millón de libros, que además ya estaban vendidos.
“El segundo argumento es todavía más simple, y no ha dependido tanto de mí como de la fatalidad. Es éste: tengo el inmenso honor de haberle dado más prestigio a mi país en el mundo entero que ningún otro colombiano en toda su historia, aún de los más ilustres, y sin excluir, uno por uno, a todos los presidentes sucesivos de la República. De modo que cualquier daño que le pueda hacer mi forzada decisión lo habría derrotado yo mismo de antemano, y también a mucha honra.” (Punto final a un incidente amargo, 8-04-81).
MÁS PURO EL IDIOMA “MEXICANO”
García Márquez fue también crítico del castellano que hablaban las cúpulas de Colombia, y no dudó en mostrar predilección por el que léxico practicado en México, tierra a la que abrazó durante 53 años y hasta el día de su muerte.
“Los colombianos, que en los últimos tiempos hemos ganado tan mala fama en el mundo por tantas razones distintas, tenemos desde hace años la de hablar el castellano más puro. Dormimos en falsos laureles, pues en realidad hablamos por la calle una lengua muy bella, rica y útil, pero la que nos ha dado la fama no es esa, sino la que recitan como loros nuestros académicos polvorientos y nuestros presidentes embalsamados.
“Para mí, el mejor idioma no es el más puro, sino el más vivo. Es decir, el más impuro. El de México me parece el más imaginativo, el más expresivo, el más flexible. Tal vez porque es la lengua de emergencia de una nación que olvidó los idiomas nacionales antiguos, y al mismo tiempo aprendió mal el que trajo Hernán Cortés. La síntesis logra a veces dimensiones mágicas. Sólo un botón de muestra: en México existe, con su significado completo, la palabra mendigo. Pero hay otra, que es la misma, pero pronunciada como esdrújula: méndigo. Suele usarse más como adjetivo, y significa, más o menos, miserable. Los mexicanos tienen para las dos una explicación deslumbrante: Mendigo es el que pide limosna, y méndigo es el que no la da. (La conduerma de las palabras, 19-05-81).