Hubo una vez un México en el que la deflación jugaba las veces de la utopía mientras que la inflación era la peor de las distopías. En efecto, durante la década de los ochenta la inflación de tres dígitos implantó la costumbre entre los mexicanos de preguntar, antes de ir a dormir, cuánto había subido el precio de la carne.

 

Ahora Europa se enfrenta a la otra cara de la moneda: la deflación. El euro fortalecido encarece su circulación provocando un parón en las exportaciones y la caída en los precios de productos y servicios. La tasa de interés con tendencia a cero ya no incentiva al consumo. La sequía veraniega del euro (por su elevado costo) se vislumbraba desde invierno pero su presencia primaveral recrudece los efectos.

 

Bajo el ángulo mimético, los ciudadanos protagonizarán cambios en las expectativas en el consumo: sabiendo que mañana los precios serán menores que hoy, sacrificarán consumo. Es decir, posponen las decisiones de compra y de inversión.

 

La buena noticia es que, por fin,  Mario Draghi (presidente del Banco Central Europeo) ya admitió la presencia de la deflación en Europa, la mala noticia es que los países de la zona euro no tienen a la mano la facilidad de contrarrestar la pandemia en la caída de precios. Lejos está la posibilidad de hacer realidad el icono económico de Shumpeter con el que gobiernos contratan helicópteros para lanzar la masa monetaria a toda la sociedad incentivando el consumo. Una vía alternativa es la disminución de impuestos; difícil en las actuales condiciones de prácticamente todos los países de la zona euro, ya que sus respectivas administraciones se encuentran ahorcadas por las enormes deudas que tienen. El tema de la deuda tiene que seguir siendo, para los gobiernos europeos, el principal problema a abatir y lo es porque alcanza 92.6% del PIB (ocho mil 890 millones 375 euros); en el rubro de deuda familiar y de empresa supera el 150% del PIB y se acerca a los 15 billones de euros. Ojo, la deflación beneficia a los prestamistas y castiga a los deudores. Por ejemplo, los jóvenes portugueses que tienen una hipoteca a 60 años, tienen menos recursos para cubrir una deuda inamovible; un ciudadano griego que trabaje para el Estado y que haya tramitado un crédito automotriz, hoy tiene menos ingresos, probablemente porque sufrió un recorte en su salario que le paga el gobierno como consecuencia del recorte del gasto.

 

La caída de precios castiga el margen de ganancia de las empresas; éstas ven trastocados sus planes de inversión, y por lo tanto, sus plantillas de trabajo sufren recortes, es decir, los despidos están a la puerta. Pensemos en el caso de Francia. El anuncio que hizo el primer ministro Manuel Valls la semana pasada, de recortar 50 mil millones en el gasto público perjudicando al sector salud, se traduce en que el Estado disminuirá el servicio médico, es decir, muchos médicos podrían quedarse sin trabajo, lo que de manera inmediata disminuirá su gasto corriente.

 

En México supimos, en los ochenta, que la inflación hizo las veces de un ladrón. Sin violencia, una mano invisible se metía a nuestros bolsillos para quitarnos poder de compra. Hoy, en Europa, una mano invisible tiene que meter dinero a los bolsillos de los ciudadanos para motivar la compra de productos y servicios.

 

La ruta crítica de la crisis europea inició con el desplome de la burbuja crediticia (2007), se recrudeció con la promesa del Banco Central Europeo de comprar cantidades ilimitadas de deuda pública (Grecia) y tuvo como “caricatura” la limitación de la responsabilidad de los acreedores y de inversionistas a tan sólo 8% del balance total de los bancos (por la unión bancaria). Ahora llega la deflación.

 

Parecería surrealista que una disminución de precios detone terror en la sociedad, por el contrario, a todos nos gusta ver en los escaparates de las tiendas un anuncio indicando 50% de descuento. El problema se percibe cuando ingresamos a la tienda y nos dicen que ya no hay productos porque los productores decidieron cerrar la fábrica debido a que la brecha de ganancias es inexistente.

 

No hay peor escenario que ver una utopía convertida en distopía.