Mal hará quien quiera convencerse de que esto será diferente en cuanto ruede el balón, de que los ánimos se calmarán, de que la euforia se contagiará a los inconformes. La forma de relación del público con el Mundial ya fue definida desde la pasada Copa Confederaciones y bajo ese esquema de polarización se desarrollará el torneo.
La selección brasileña arrancó su concentración bajo un ambiente que habría sido insospechado un año atrás: no con el pueblo vitoreándola y suplicándole los goles necesarios para el hexa-campeonato, no con multitudes en júbilo y canto, no con clamores de confianza en su futbol, no con caza-autógrafos y quinceañeras encimados por una foto, no con batucadas impulsando coreografías, sino con protesta e inconformidad. Hagan de cuenta que la selección mexicana llegaba a una eliminatoria a Centroamérica.
La mayoría de los brasileños está en contra de lo que ha costado albergar el Mundial, aunque pocos de ellos apoyan el recurrir al sabotaje para frustrar el evento. En todo caso, suficientes para haber dado este lunes la impresión de que el plantel verdeamarela no es el adorado local, sino un visitante pisando territorio hostil para la más incómoda de las partidas.
Bloqueos, estampas pegadas en el autobús, cadenas humanas, gritos.
En las manifestaciones anti-Mundial se solía aclarar que no es contra los jugadores, aunque este lunes uno de los clamores predominantes ha sido, “Pode acreditar, educador vale mais do que o Neymar!” (¡Créelo, un maestro vale más que Neymar!), complementado con el ya infaltable “Não vai ter Copa!” (¡No va a haber Mundial!).
Es irreversible y deja en el aire algunas dudas.
La primera, cómo se comportarán las autoridades brasileñas en un afán de blindar de los disturbios a las delegaciones: ¿mostrará mayor músculo?, ¿caerá en riesgo de ser acusada de brutalidad?, ¿se limitará a un rol de colocar barreras conformadas por granaderos y policía montada?
La segunda, si todas las selecciones padecerán obstáculos similares o sólo las más mediáticas.
La tercera, cuánto cambiará la rutina de cada equipo, partiendo de la premisa de que todo desplazamiento puede suponer un caos.
A estas alturas, Brasil no puede engañarse con peroratas que repiten las supuestas bondades de tener un Mundial en casa. A mayor reiteración, menor aceptación. Tampoco con los que señalan (como la presidenta Dilma Rousseff) que será “la Copa de Copas”, porque las críticas a su planeación y logística no tienen manera de ser refutadas: se gastaron quince mil millones de dólares y el legado, más allá de doce estadios (muchos sin uso definido a partir de mediados de julio), es más bien limitado en términos de infraestructura.
El propio Ronaldo, voz e imagen del Comité Organizador, ha modificado radicalmente su discurso al admitir que “siente vergüenza” por la forma en que se ha preparado la competición. Romario, el goleador devenido en diputado y abanderado de los anti-Mundial, acusó a su antiguo compañero de delantera por su “oportunista” cambio de postura, al tiempo que la propia Dilma expresó públicamente su molestia por las palabras del otrora “Fenómeno”.
Polarización por donde se vaya, en medio de sesenta huelgas, de estadios que serán probados a plenitud en pleno evento, de una FIFA urgida de que esto termine, de la inminente llegada de 600 mil visitantes extranjeros, de politización en las manifestaciones y del recuerdo permanente de que en octubre hay elecciones federales.
Así será Brasil 2014. A dos semanas y dos días de la inauguración, las manifestaciones tienden a incrementar o, como me dijo el líder de un movimiento adverso al Mundial, “conforme más se acerque, más nos haremos visibles”.