Dejar Natal para este chilango duele; la dunas, elevadas y blancas a donde se voltea se la han pasado llorando todo el fin de semana. Hay que partir a fortaleza. Hay que ir a ver al Tri como le aguada la fiesta a Brasil. Pero Natal queda, queda porque la playa es tersa y amplia; porque un balón es el pretexto perfecto para que el futbol surja en el lugar que sea.

 
Qué envidia da ver esa cancha de arena sobre la Avenida Roberto Freire, casi del tamaño de una cancha de futbol siete, con redes incluidas en ambas porterías. No hay duda, al brasileño la Copa del Mundo no le hace mucha gracia. El taxista, como el mesero, entre el portugués y español que intentan, se quejan sobre el dinero despilfarrado.

 
Quizá por eso durante estos días en los que aquí arrancó la Copa el agua que cae del cielo no ha parado. En el DF el gobierno capitalino les diría encharcamientos. Acá no hay problema, a las calles que están con más de 40 centímetros de agua se les dice que están inundadas; con corrientes que se vuelven devoradoras de placas. Al menos se tragó la del auto que rentamos; ningún problema, siempre y cuando se paguen los 40 reales (casi 300 pesos) que el arrendador ha cobrado.

 
Por eso da cierta nostalgia dejar Natal. Su Arena das Dunas es blanco y sensacional, sus tersas dunas gigantes, una invitación a llevártelas, aunque sea en una instantánea del celular. Natal se queda con el futbol en sus espejos de amplias playas; sus bocados de salgadinhos (pan relleno de pollo) de agradable aroma, con sus mujeres curvas y frondosas.

 
No hay duda, Natal llora como diría el poeta Vinicius de Moraes: Para lemrbar e ser lembrados (para recordar y ser recordados),  para chorar e fazer chorar (para llorar y hacer llorar); ya sea de alegría o tristeza, porque vaya que ese triunfo del Tri será recordado.