RÍO DE JANEIRO. Para mutaciones extrañas en esta Copa del Mundo, nada como andar por Río de Janeiro. Y es que de pronto la fiesta eterna que traían los brasileños se esfumó y ahora hay un cantó que parlotea en la mente de este chilango como chicle derretido: “Brasil, decíme (sic) qué se siente, tener en casa a tu papá. Te juro que aunque pasen los años, nunca nos van a olvidar… A Messi lo vas a ver, la Copa nos va a traer, Maradona es más grande que Pelé…”

 

Lo entonan los argentinos para luego retacar el dedo en la llaga de la canarinha con un conteo tipo mambo que se detiene en el número siete por la goleada teutona. Los brasileños lo reciben con esfuerzos por no explotar. En el metro de Río, cuando un grupo de albicelestes entra cantando a un vagón, a la siguiente estación los brasileños huyen hacia los vagones de adelante y atrás del infectado por los cantos “maradonianos”.

 

Tormento chino que en tierra chilanga seguramente, y no lo digo con ningún orgullo, ya hubiera terminado con alguno que otro trompón, de ahí mi admiración por el torcedor carioca, que dolorido y todo, aguanta la carga de burla. En algunos casos, y si está acompañado, contesta con un tímido “Penta, penta”, que con el orgullo tan maltratado en este momento no intimida en nada a los hinchas de la albiceleste.

 

El problema entonces para el carioca radica en que la herida permanecerá abierta, no sólo hasta el domingo, sino que en el inter, mañana para ser exactos, tendrán que ver a sus selección luchar por un tercer lugar, que en una sala de trofeos con cinco mundiales, prácticamente no cuenta, para luego, el domingo, ver que gastaron poco más de 13 mil 600 millones de dólares en la que puede terminar como la gran juerga de su archirrival futbolístico que no dejará de cantar: “Brasil, decime qué se siente, tener en casa a tu papá…”