Hasta hace un par de décadas, antes de que las crisis económicas recurrentes mermaran su brillo ante el mundo, no existía un mejor caso para contrastar la supuesta desidia del trabajador mexicano que la dedicación legendaria del empleado japonés. Frente a problemas como la baja productividad, la falta de integración, el uso dispendioso de recursos, o cualquier otro problema asociado con una supuesta carencia de conciencia grupal, no era raro ver a principios de los 90 cómo se invocaba al ejemplo nipón como modelo a seguir en materia de sacrificio grupal. “Deberíamos aprender de los japoneses -argumentaban con vehemencia los directores-. Ellos lo dan todo por la empresa. No piensan en horarios, ambiciones personales o en tiempo libre. ¡Por eso son exitosos!”

 

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El ejemplo japonés, empero, siempre tuvo un lado oscuro. A finales de los 80, época en la que Japón parecía erigirse como la gran potencia económica a vencer, la Organización Mundial del Trabajo (OIT) comenzó a registrar un fenómeno alarmante en la tierra del sol naciente: un notable incremento de mortalidad en el segmento de hombres cuya edad comprendía entre los 35 y 50 años. Sus organismos se habían colapsado a causa del exceso de trabajo. Así, el “Karoshi” (muerte por trabajo) se convirtió en uno de los problemas sociales más preocupantes de Japón. La situación empeoró con el tiempo. Temerosos de perder su empleo a causa de la debacle económica, los empleados nipones continuaron trabajando a extremos literalmente mortales. Según Hiroshi Kawahito, secretario general del Consejo de Defensa para los Damnificados por Karoshi, una organización que le ayuda a las familias desahuciadas a demandar por negligencia a las empresas que empleaban a sus seres queridos, 20 mil japoneses mueren al año por exceso de trabajo.

Las empresas han tomado cartas en el asunto. No sólo por las múltiples demandas que han recibido por parte de los familiares de las víctimas -quienes les exigen a las compañías una indemnización similar a la que el Estado japonés le otorga a los familiares del Kamikaze en tiempos de guerra-, sino porque también se han percatado de que un trabajador sin tiempo libre y vacaciones es un empleado poco creativo y productivo. De hecho, se espera que en este 2014 quede ya aprobada una legislación detallada y severa que desaliente la práctica del Karoshi.

 

La esclavitud laboral puede presentarse con rostros menos dramáticos. La cultura de la integración corporativa ha producido lo que en opinión de muchos es una nueva forma de totalitarismo laboral, uno que si bien se presenta con una cara sonriente, detenta una pronunciada carga autoritaria: la invasión de la esfera laboral en la esfera privada de los empleados. Bajo los argumentos de mejorar la integración y la comunicación interna, un creciente número de empresas le piden a sus empleados que asistan a viajes de fines de semana en los que supuestamente se deja de lado la presión laboral y se realizan actividades como el escalamiento de montaña o partidos de futbol. A veces, a los empleados también se les pide llevar a sus familias con el fin de acercar la vida doméstica al ambiente de oficina. Y ya en el extremo, a algunos se les pide soportar el tormento chino de escuchar discursos del estilo de Miguel Ángel Cornejo o Don Francisco, orientados a la “motivación” y el “aprendizaje”.

Estas políticas generan desconfianza y rencor, pues son percibidas como un esquema en el que la empresa se erige como el rector supremo de todos los aspectos que componen la vida de sus empleados. ¿Se puede ser eficiente en este contexto? Difícilmente. Una persona requiere de un tiempo y espacio ajenos al entorno laboral para recargar baterías creativas y sentimentales. ¿Para qué conculcar su tiempo libre? Basta de totalitarismos.