Tras varias negativas por su declarado antiimperialismo y su rechazo a la fuga de cerebros hacia el norte, el escritor argentino Julio Cortázar aceptó dar clases en una universidad estadounidense en otoño de 1980, cuatro años antes de su muerte, en los que fueron “los últimos días felices de su vida”.
“Tienen que saber que estos cursos los estoy improvisando muy poco antes de que ustedes vengan aquí: no soy sistemático, no soy ni un crítico ni un teórico, de modo que a medida que se me van planteando los problemas de trabajo busco soluciones”, advertía en octubre de 1980 un ya consagrado Cortázar a nivel internacional en su primer día de clase en la Universidad de Berkeley (California).
Hoy, cuando se cumple el centenario de su nacimiento y treinta años después de su muerte, en las librerías de Estados Unidos sigue siendo difícil conseguir un ejemplar de Cortázar o encontrar un dependiente que sepa quién es. Incluso en la sección en español, rara vez puede verse algo suyo que no sea su gran obra, “Rayuela”.
“A Cortázar se le estudia poco en EU Los autores latinoamericanos más investigados en las universidades son Gabriel García Márquez y Jorge Luis Borges. Entre los populares para el público, hay que sumar los nombres de Isabel Allende, Roberto Bolaño y Mario Vargas Llosa”, explica a Efe el escritor de origen cubano Jorge Armenteros, experto en literatura hispanoamericana por Harvard y New York University.
Cuando Armenteros era estudiante, su admirado Cortázar daba clases en la otra costa del país a un grupo de afortunados que durante dos meses pudieron tutear al gran escritor argentino, hacerle todo tipo de preguntas e incluso compartir con él una fiesta de Halloween.
“Mi curso en Berkeley fue excelente para mí y creo que para mis estudiantes, no así para el departamento de español que lamentará siempre haberme invitado”, relataba en diciembre de 1980 Cortázar en una carta a Guillermo Schavelzon que recoge el libro “Clases de literatura” (Alfaguara, 2013).
“Les dejé una imagen de rojo tal como la que se puede tener en los ambientes académicos de Estados Unidos, y les demolí la metodología, las jerarquías profesor-alumno, las escalas de valores, etcétera. En suma, que valía la pena y me divertí”, resumía el escritor.
Antes de Berkeley, Cortázar había tenido varias ofertas de otras universidades de prestigio en EU. En 1969 rechazó ser profesor invitado en la Universidad de Columbia porque aceptar esa propuesta le parecía participar de la fuga de cerebros hacia el norte del continente a la que se oponía rotundamente.
Además, consideraba que no debía visitar Estados Unidos mientras el país aplicara una política internacional que a su juicio era “imperialista”.
Sus clases en Berkeley no escaparon a la política. Los alumnos, a los que enseguida dio confianza, le preguntaron abiertamente por su postura en temas controvertidos en los que en muchas ocasiones estaba involucrado Estados Unidos.
“Julio, ¿qué posición asumirías si un ejercito yanqui invadiera El Salvador o Nicaragua?”, le preguntó un alumno en su último día lectivo. “Puedes tener la seguridad de que no voy a estar esperándolos con un ramo de flores y todo lo demás ya se descuenta por supuesto”, respondió Cortázar.
“Creo que toda intervención armada norteamericana en un país latinoamericano es absoluta y totalmente injustificada, cualquiera que sea la situación, sea la de El Salvador o la de cualquier otro país”, añadió el escritor.
Pese a su escasa simpatía por Estados Unidos, Cortázar accedió en los setenta a asistir a algunos homenajes y simposios en universidades de ese país, hasta que en 1980 aceptó dar clases en Berkeley por petición de su amigo Pepe Durand.
“Esto no era un curso, era algo más: un diálogo, un contacto”, diría Cortázar más tarde sobre sus clases en California. El argentino, que presumía de no tener nada de profesor, se dedicó a explicar su camino como escritor, el origen de sus cronopios y famas y la razón que le llevó a escribir “Rayuela”.
Los jueves de dos a cuatro dictaba conferencias y los lunes y viernes por la mañana recibía a sus alumnos en el departamento. Era más trabajo del que había imaginado cuando aceptó la oferta: “Las condiciones eran excelentes para trabajar poco y leer mucho”, pensó al principio en el autor de “Historias de cronopios y de famas”.
Pese a no terminar de sentirse cómodo en la piel de profesor, Cortázar pasó en Berkeley lo que los expertos consideran “los últimos días felices de su vida”. Junto a su amada Carol Dunlop y a poca distancia de San Francisco, ciudad que le fascinaba, vivió unos meses relajados antes de que sus vidas comenzaran a truncarse.
En agosto de 1981 el escritor sufrió una hemorragia gástrica y estuvo a punto de perder la vida. Al año siguiente la depresión se apoderó de él cuando falleció Dunlop, su segunda esposa y escritora estadounidense con la que hizo numerosos viajes.
Dos años después “Julio”, como le llamaban sus alumnos, falleció a causa de una leucemia. Paradójicamente, el Estados Unidos que tanto cuestionó a lo largo de su vida fue uno de los últimos lugares donde el gran cronopio “encontró un gran contento” y perdió “hasta la cuenta de los días”.
DE