A pesar del esfuerzo institucional para aprobar 11 reformas estructurales, el saldo del presidente Enrique Peña Nieto va a medirse por su impacto en la estructura productiva pero también por su efecto en la estructura de poder. Sin una reforma real del sistema político, las reformas peñistas tendrán el mismo destino que las de Salinas de Gortari: la concentración de la riqueza.
El saldo de 21 meses de gobierno va a oscilar entre la liberación productiva sin modificar el patrón de acumulación de la riqueza y la posibilidad real pero todavía lejana de modificar el modelo inequitativo de concentración del ingreso.
El espacio intermedio estará determinado por la existencia de una estructura de dominación productiva: el Estado, el sector privado y el sector corporativo del PRI. Salinas liberó la economía pero sólo aumento el número y volumen de los ricos, aumentando modificar los niveles de pobreza, con un indicador del fracaso de sus reformas: PIB promedio anual de 2.7% en los 20 años del Tratado de Libre Comercio.
Hasta ahora las reformas estructurales del presidente Peña Nieto han sido procedimentales pero todavía acotadas por los poderes fácticos contra los cuales se habían esas reformas. Pero ahí no ha sido responsabilidad del ejecutivo sino del PRI como el partido de las corporaciones políticas y sociales: sus controles sociales, estructurales, de poder han estado por debajo de las expectativas.
De ahí que la reforma estructural madre del proyecto presidencial no haya sido la energética sino que tendrá que ser la del PRI. Salinas de Gortari avanzó con la desincorporación del PRI de las faldas del Estado y el agotamiento de la ideología oficial de la Revolución Mexicana, pero dejó latente el costo político y económico de los sectores priistas.
El problema radica en que los sectores corporativos del PRI -obrero, campesino y popular- ya no garantizan estabilidad ni votos pero su costo político y social ha sido demasiado alto y ha impedido la efectividad de las reformas. En el pasado populista, el PRI y sus sectores fueron instrumentos de poder para encarar a los sectores empresariales; hoy el PRI ha estado ajeno a la redocumentación del poder de los empresarios de las telecomunicaciones, los maestros y los neocardenistas, y su organización sigue siendo un costo operativo del Estado y las finanzas públicas.
En la práctica, las reformas se han enfrentado con los poderes fácticos del sector social nacido del ADN del viejo PRI: la energética tendrá limitaciones si no se reorganiza el papel del sindicato que sigue operando como en los tiempos de La Quina y la educativa se ha empantanado en la Sección 22 de maestros que no es sino una organización espejo del SNTE de la maestra Elba Esther Gordillo.
Los sectores corporativos del PRI parecen -como dijera Fidel Velázquez- inmoribles. La CTM no garantiza votos pero sus líderes tienen aseguradas sus cuotas de poder; la CNC está más preocupada por otorgar medallas que por reestructurar sus bases ejidales con la reforma salinista y sus líderes son ahora parte de la burguesía agraria. Y el sector popular ha tenido limitaciones para organizar a las nuevas clases intermedias producto de las reformas.
Sin una reforma del poder y de sus estructuras de dominación social en el PRI, las reformas estructurales del presidente Peña Nieto tendrán resultados limitados en el corto plazo: habrá un poco de mayor crecimiento pero no podrán tener un efecto estructural en el patrón de acumulación de la riqueza.
Al terminar su segundo año político y tener enfrente cuando menos tres años políticos efectivos y la recomposición legislativa el año próximo, el presidente Peña Nieto encarará la reforma del poder para que funcionen las reformas estructurales.