El día 26 de febrero la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC) anunciaron que liberaría diez prisioneros de guerra -soldados y policías- como un gesto para entablar conversaciones con el gobierno del presidente Juan Manuel Santos. También anunciaron el fin de los secuestros o “retenciones” de civiles que se llevan a cabo con fines financieros –reconocidos en el comunicado- para “sostener nuestra lucha” cuyo número, según diversas fuentes, podría alcanzar las 400 personas.
El secuestro fue formalizado por las FARC en una “ley” expedida en el año 2000 cuando estaba en auge su control territorial y militar, poder que desde el 2002 fue erosionado por la estrategia del ex presidente Álvaro Uribe.
Esta guerrilla, que hoy en día cuenta con cerca de nueve mil combatientes armados en un país de 45 millones de habitantes, nació en la década de 1960 como autodefensa campesina, pero en las décadas de 1980 y 1990 mutó a un grupo armado estable financiando con impuestos a los productores de cocaína. Para el año 2003 su principal ingreso era el narcotráfico, el secuestro, el robo de ganado y otras actividades ilícitas.
Para entender este fenómeno es importante considerar la obra del profesor francés –nacionalizado colombiano- Daniel Pécaut, director del Centro de Estudios sobre los Movimientos Sociales de la L’École Des Hautes Études en Sciences Sociales de París, quien en su libro Las FARC: ¿una guerrilla sin fin o sin fines? (Bogotá, 2008) indica que las FARC son parte de una larga historia de violencia política en Colombia que arranca en el siglo XIX y que se explica, entre muchas causas, por la falta de regulaciones estatales. Esto ha permitido el surgimiento de organizaciones armadas que intentan sustituir al control estatal, sin que ello signifique el predominio y participación de los militares en la vida política, salvo episódicas intervenciones que no lograron desplazar a las élites.
La falta de predominio y de regulación ha hecho que la violencia sea el modo de relación entre bandos, en donde la población civil es víctima y fuente de renta. Para Pécaut esto último explica el amplio rechazo a las FARC y el respaldo popular a gobiernos que incrementan la presencia del Estado y reducen el secuestro.
De acuerdo al Ministerio de Defensa de Colombia en la última década ha sido constante la baja en el número de secuestros, desde un máximo cercano a las 3,500 víctimas en el año 2000 a las 282 en el 2010. Dentro del total de secuestros las FARC en 1998 representaban el 35%, conservando hasta fechas recientes un promedio del 23% que en su mayoría se llevan a cabo en zonas rurales, aunque las cifras se han ido nivelando con los secuestrados en zonas urbanas en donde “comparten” el negocio con la delincuencia organizada.
El secuestro financia a las FARC y a la vez las vincula con la sociedad, indicando su poder sobre una población que explota dentro de un amplio abanico de actividades ilícitas. Como lo destaca Pécaut, las FARC al someter por el terror a la población y extraer renta de los territorios hizo que los medios se impusieran a los fines, pero esta lógica depredadora y de terror no ha logrado sumar adhesión social. Visto así el reciente gesto de eliminar las “retenciones” de civiles refleja el predominio de su lógica económica de poner sobre la mesa una moneda de cambio para la negociación.
Ello en gran parte se explica porque desde el año 2008 el gobierno de Santos impuso sus condiciones de combate al atacar los cuarteles de los principales cabecillas de la organización y retener los municipios recuperados. Esto se ha traducido en un deterioro de las condiciones para operar los campamentos móviles en donde han mantenido por años encadenados a secuestrados y prisioneros. Esos campos han sido el espacio de tratos crueles e inhumanos como los experimentados por Ingrid Betancourt, ex candidata a la presidencia colombiana, durante su cautiverio y que fueron plasmados en el libro No hay silencio que no termine.
¿Qué esperar de todos esto?, no mucho en lo inmediato. Para el presidente Santos es insuficiente porque las FARC no renuncian a la lucha armada y en el comunicado del día 26 se indica que se recurrirá a “otras formas de financiación o presión política”. Así, renuncian a un “negocio” pero no a su guerra sin fin y a los recursos disponibles, que son amplios, ya que alrededor del 80% de las áreas en donde se cultiva coca corresponden a zonas de influencia de las FARC, control que se incrementó tras la desmovilización de grupos paramilitares. Colombia desde el 2007 ha reducido a una sexta parte la producción potencial de cocaína, pero esta droga sigue siendo altamente consumida en los Estados Unidos, con el 36% del consumo mundial y Europa ha incrementado su demanda en volumen y precio. Poner un fin definitivo a esta situación dependerá del futuro desarrollo del Estado, urbanización, cambio social y político de Colombia.
*Profesor de la UNAM